El hecho de que el juez que investiga las denuncias de torturas de Igor Portu y Mattin Sarasola haya apreciado indicios de que ambos fueron torturados y, por tanto, las denuncias sigan su curso, no sorprende, a la luz de las evidencias del deplorable trato dispensado desde el mismo momento de la detención de los dos jóvenes. Sí debería sorprender, sin embargo, el elevado número de denuncias que durante tantos años han sido archivadas sin antes haber sido investigadas o que otras, habiendo sido admitidas, hayan tropezado con el muro de los aparatos del Estado, empezando por el propio Gobierno, en procesos que más de una década después han terminado en sobreseimiento por haber prescrito, en ridículas condenas seguidas de indultos e incluso en ascensos a los condenados. Ahora bien, la excepcionalidad del progreso de estas denuncias, más que un sistema judicial de garantías, muestra la necesidad de presionar para que todas las denuncias sean exhaustivamente investigadas y sean adoptadas las medidas que hagan imposible la práctica de la tortura, susceptibles de ser aplicadas inmediatamente y con resultados garantizados. Sólo falta la voluntad del Gobierno español.