La decisión de la nueva Administración estadounidense de iniciar el deshielo con Rusia responde más a la necesidad de Washington que a una reflexión estratégica.

Afganistán, Irak, Irán, el patio trasero de Rusia... Espoleado por los ataques del 11-S, Bush abrió más frentes de los que un imperio puede digerir. Tanto menos si ese imperio no vive su edad de oro.

Recibido entonces con la alfombra roja por un Putin tan interesado como él en deshacerse de los talibán y aledaños, Bush se mostró a la postre poco agradecido con su «buen amigo ruso» y continuó buscándole las cosquillas en su zona más sensible: los países que Moscú considera su «extranjero cercano».

Pero Rusia enterró hace tiempo a Yeltsin y el pasado mes de agosto dio un puñetazo sobre la mesa aprovechando la aventura militar georgiana en Osetia del Sur.

Occidente se llevó las manos a la cabeza pero interiorizó la lección. Seis meses después, la OTAN vuelve a hablar con el Kremlin y Obama ofrece a su homólogo ruso olvidarse de su escudo antimisiles en Polonia y la República Checa.

Le exige a cambio ayuda para cobrarse una pieza en estos momentos inalcanzable: Teherán. Y es que a lo único a que puede aspirar Washington es a esperar sentado a las elecciones iraníes de junio. Y ver venir.

Todo apunta a que lo más que Rusia le va a ofrecer es más ayuda en Afganistán. Que no es poco, pero que responde a las necesidades estratégicas tanto de Washington como de Moscú.

Simple coincidencia de intereses de dos gobiernos que hacen de la necesidad virtud.