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Mikel Arizaleta | Traductor

Foveando

¿Qué pareja en nuestros días puede procrear a los 20 años, garantía de un espermatoizode robusto y un ovario fecundo? ¿Qué sociedad les ofrece amparo y cobijo? Charles Darwin y el Día Internacional de la Mujer nos brindan una reflexión ante el apareamiento

Fovear: mover los ojos para que el objeto de interés quede en el centro del campo visual, enfocar al máximo los ojos. La foveación implica aumentar el nivel de agudeza visual utilizando la fóvea de la retina.

Fue un catalán de Barcelona quien me descubrió la importancia y sabiduría del mercado de pájaros cantores de la plaza Nueva de Bilbo de los domingos por la mañana.

Estos ornitólogos canosos y sabuesos, bien entrenados, son capaces de reconocer en el Botxo el origen de cierto pájaro, incluso el barrio donde vive, basándose en el dialecto típico del trino.

«En un pájaro normal el trino genérico se modifica en la juventud, por aprendizaje y por las propiedades intrínsecas del animal en particular (no todos los cerebros son exactamente iguales)» nos explicarán Scharff, Nottebohm y Nordeen. Porque los pájaros cantan tanto según su genotipo como su fenotipo. Un petirrojo podría tener un trino específico, característico de su familia, siendo capaz de añadir florituras o dialectos regionales.

«El macho canta, la hembra reconoce el trino y escoge al macho según la calidad del trino; ellas no cantan, pero podrían hacerlo. Si se les suministra testosterona, lo harán por primera vez», nos indican Arnold, Kling y Svenson-Hinde. Más aún, una hembra que jamás hubiera oído un trino (de hecho la testosterona también induce el canto en hembras criadas en aislamiento) será capaz de generar un patrón bien definido de motricidad para generar el trino. Los genetistas nos indican que en el baúl del cerebro se guardan «muchas cosas viejas», capaces de aflorar en un momento determinado.

En este año del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin y de la relectura de su tesis de la selección natural, explicativa del fenómeno de la evolución, se hace tentador acercarnos con ella a la persona, al hombre y la mujer de nuestros días, para fovear dos aspectos.

El hombre es de anteayer, de tan sólo hace unos 200 millones de años. Por los conocimientos que hoy poseemos, somos emigrantes del continente africano. Y, curiosamente, lo menos común en nosotros es lo más llamativo y lo que más nos distingue: el color de la piel, de los ojos, los rasgos de la cara... nuestro último barniz. Nuestra herencia común, nuestra filogenia, es profundamente animalesca y sólo explicativa desde una evolución vital a lo largo de 3.000 millones de años. Hoy día no se puede hablar de un embrión con cerebro humano hasta, al menos, la vigésimo sexta semana de embarazo. De nueve meses de gestación, siete somos animales en busca de cerebro humano, de «sí mismo». Estamos hechos de restos y reciclaje. «Los miembros superiores de nuestros antepasados remotos eran patas. Después de que nuestros antepasados homínidos se volvieran bípedos y comenzaran a usar sus miembros superiores para otras funciones distintas de caminar, dichos miembros superiores empezaron a modificarse gradualmente, pero conservando su composición y disposición originarias. La evolución sólo puede modificar lo que ya está ahí... La evolución da sentido a la anomalía», explica Francisco J. Ayala en su libro «Darwin y el diseño inteligente».

Pero lo curioso es que así como la pájara elige a su pájaro por algo en sí baladí, su trino, los humanos ligan con su pareja también por su aspecto de última hora: por su corbata, su andar, su pelo, su pasta... y no por su herencia profunda de millones de años, por su herencia genética. Diríamos que en esa larga historia que arrastramos, a la hora de emparejarnos nos interesa, sobre todo, el resultado final. Hoy, en cambio, la ciencia avanza y se interna por caminos muy distintos tratando de desentrañar y escudriñar al homo sapiens de nuestros días, de explicar su salud y enfermedad, de otear y trazar su futuro. Ciencia, investigaciones y laboratorios indagan y examinan la composición genética, neurológica, biológica, química... de vivientes, animales y plantas. Su filogenia, su herencia millonaria. «En el pasado los teólogos lucharon contra el problema de la disfunción porque ellos pensaban que tenía que ser atribuida al diseño de Dios (consideremos el canal de nacimiento de las mujeres, demasiado estrecho para un paso fácil de la cabeza del niño, por lo que miles y miles de niños y muchas madres morían durante el parto). La ciencia proporciona una explicación que, de forma convincente, atribuye los defectos, las deformaciones y las disfunciones a causas naturales». Aquí la Iglesia católica, guiada por sus neuras y su medioevo, con su eterno creacionismo se enfrenta abierta y descaradamente a la ciencia y a la persona, encadenándose a viejas y caducas teorías del pasado.

Pero, por otra parte, la mujer y el hombre de nuestros días, que han concluido su desarrollo físico para los 20 ó 22 años, se hallan inmersos en una sociedad que les imposibilita y veda su procreación en el tiempo adecuado, forzándole y obligándole a criar en edades menos fértiles y más peligrosas. «Cuando el arroz está pasado o a punto de caducidad». Su maduración biológica choca, las más de las veces, con su situación económica y su formación. ¿Qué pareja en nuestros días puede procrear a los 20 años, garantía de un espermatozoide robusto y un ovario fecundo? ¿Qué sociedad les ofrece amparo y cobijo? ¿Qué instituciones les alientan y apoyan económicamente? ¿Qué centros de formación y trabajo les brindan tiempo o nicho en su programa formativo, de maduración y facilidades para tan importante tarea? ¿Qué sistema sanitario y ambiente social y familiar invita y promueve un emparejamiento procreativo en la edad más fértil y apta de sus vidas? Diríamos más bien que todo son pegas y prohibiciones. Parir a esa edad en nuestra sociedad es sinónimo de vida sin salida, de tapón, corte y fin de progreso. El ejemplo que nos ofrece Sonia Arenas, trabajadora de la empresa Zara, a quien se le ha dificultado seria y gravemente desde que fue amatxo, «hasta llegar a despedirle», por solicitar reducción horaria pasando de 32 horas semanales a 28, es clara muestra de lo expuesto. Charles Darwin y el Día Internacional de la Mujer nos brindan una reflexión ante el apareamiento.

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