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CRíTICA Cine

«El Gran Torino»

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Mikel INSAUSTI

Gran Torino» no es una película más en la filmografía de Clint Eastwood, al menos para los que le seguimos fielmente desde su debut en la dirección hace casi cuarenta años con «Escalofrío en la noche», a la vez que nos poníamos al día en lo relativo a su fase de aprendizaje con Don Siegel y Sergio Leone. Me es muy difícil, por no decir imposible, mantener un mínimo de objetividad ante una película que me toca tanto en el corazoncito cinéfilo. Creo que el cineasta ha sido justo consigo mismo, porque en este mundo si no te lames tú las viejas heridas nadie va a hacerlo por tí. Es el mejor y más merecido autohomenaje que podía haber hecho como colofón a su carrera, y con el valor añadido que poseen las obras hechas a contracorriente, ignorando modas y tendencias coyunturales. El maestro no necesita de subterfugios para volver la mirada atrás y recuperar su cine en estado puro, procurando un disfrute al espectador como el que consiguen esos cocineros de la memoria que trasladan a sus comensales sensaciones y sabores rescatados de la más tierna infancia.

El factor emocional es vital a la hora de ver «Gran Torino», pues la presencia en pantalla del viejo Eastwood lo condiciona todo. Guarda un asombroso parecido físico con el último Henry Fonda, aunque le supera en carisma y creación de personaje, ya que es un actor que a lo largo de los años ha desarrollado una tipología perfectamente reconocible. Hay mucho del protagonista de «Harry, el sucio» en su actitud de superviviente de los tiempos del Salvaje Oeste en constante conflicto violento dentro de la jungla de asfalto, o del de «El sargento de hierro» en su lenguaje machista, repleto de expresiones malsonantes asociadas a un carácter indomable y nada correctamente político en la era de la tolerancia y el cuidado en las formas propias de una sociedad democrática. Este Walt Kowalski que encarna ahora, y que, aunque parezca mentira, proviene de un guión ajeno, se identifica con todos ellos, pero lo hace con la ironía de quien ya está de vuelta de todo y asume su desfase temporal y generacional con un humor resabiado a prueba de bombas.

En «Gran Torino» hay un joven curita de origen irlandés que persigue al tozudo Kowalski para que se confiese, porque así lo habría deseada su difunta y creyente esposa. El viejo polaco no es de los que se arrodillan, menos aún en una iglesia, pero hay una culpa que le corroe las entrañas y que no le deja irse de este mundo en paz. Su drama interno tiene que ver con la Guerra de Corea, con el horror que allí vivió, porque en su fuero interno siente vergüenza de la medalla al valor que le concedieron por matar a inocentes muchachos asiáticos asustados y al borde de la rendición. El destino, sin embargo, le da la oportunidad de redención que busca y que el animoso pero ingenuo sacerdote no puede garantizarle con su gastada penitencia. Es la única manera de obtener el perdón, poniéndose del lado de la comunidad «hmong» de su barrio dominado por la violencia racial de las pandillas juveniles, e inmolándose en un final de los que ya no se ven en las salas de cine, y que va seguido de la balada que todo valiente caído con honor en la lucha debe de tener como bello epitafio, cantada con sentimiento de «crooner» por Jamie Cullum. Una vez en la calle su triste melodía sigue acompañándote, junto con la imagen nostálgica del coche asociado a las viejas películas de acción, porque lo que en un pasado pudo ser agresivo con el paso del tiempo acaba tornándose apacible y sereno.

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