Resulta más enigmático que curioso que un tipo acabado creativamente en 1982 («Thriller») o 1987 («Bad», en opinión de otros) pueda generar aún semejantes oleadas de entusiasmo multitudinario. La verdad es que los escándalos, en el rock, nunca han restado, como en política; de hecho, el aficionado siempre se ha sentido atraído por las vidas atropelladas, por aquellos artistas que llegaron a meta mucho antes de lo esperado o por quienes caminan embalados hacia la cinta. Jackson podría haber fallecido en una mesa camilla y sin dejar un cadáver bonito, pero como el hecho no se ha producido, aún, pues quizá el morbo alimente las ganas de jalearle y bailarle. También influye, en este nuevo y desmesurado camino hacia el éxito, la banalización del rock. Amy Winehouse es una extraordinaria intérprete, pero si los medios de comunicación no se hubiesen puesto de acuerdo en convertirla en noticia diaría sería simplemente el éxito alternativo de una chica solitaria esparrancada bajo su mesita de noche. Jackson es un artista y un perenne acusado, cierto, pero también conviene recordar que este estrafalario personaje es el músico que más donaciones de caridad ha realizado y que ha sido nominado en dos ocasiones para recibir el Premio Nobel de la Paz.