La crisis de los otros
Alberto CASTRO Analista bursátil
Parece de sentido común reconocer que si no hay éxito en la gestión, la entrega de premios salariales a los directivos es, cuando menos, una tomadura de pelo. Y si, como en muchos casos, son premiados aquellos que han colocado una compañía y a todos sus empleados al borde del precipicio, casi tendríamos el derecho de lanzarles palabras gruesas por su ineficacia. Y si, además, no han terminado de despeñarse gracias a la intervención pública y siguen reclamando los famosos «bonus», que no son más que una retribución variable en función de objetivos, hasta el término sinvergüenzas parece un eufemismo. Pero así están las cosas, y desde marzo de 2008, fecha en la que se hizo carne el colapso financiero con la caída de Bear Stearns, no han dejado de conocerse casos de auténtico escándalo. Ahora, Barack Obama dice tratar de poner coto a estos desmanes al fijar un límite salarial de 500.000 dólares anuales a los directivos de las empresas ayudadas por el Gobierno. Parece tarde, sin embargo, puesto que todo se ha cocinado durante el año pasado y esta higiénica medida de control se aprobó en febrero. La lista de descaros se ha publicado largo y tendido en los medios. Rescato uno de los últimos, el de Andrea Orcel, directivo de Merrill Lynch, que recibió 33,6 millones de dólares por su excelente contribución a las cuentas del banco. Esta entidad, absorbida por Bank of America, perdió en el cuarto trimestre de 2008 cerca de 16.000 millones de dólares. Para su defensa, alegan que la remuneración estaba fijada en contrato o que sin ello pudo ser peor. En el Estado español, los principales directivos de Santander, BBVA, Telefónica, Iberdrola y Repsol tienen sistemas de retribución asimilables y cantidades también estratosféricas para el común de los trabajadores. Ellos, como los directivos de AIG, también piensan que la crisis es de los otros. A ellos, estemos seguros, no les alcanzará: siempre ganan.