Antonio Álvarez-Solís periodista
Lo privado y lo público
Con su habitual tono incisivo, Alvarez-Solís desgrana algunos de los dogmas sobre los que se sustenta el sistema actual. El sistema, y también su crisis. Frente a ambos el periodista madrileño defiende un cambio revolucionario «en el modelo de sociedad». Y en ese punto también desenmascara algunos de los dogmas que se utilizan para intentar frenar los deseos de cambio.
No quieren ver que el modelo social con que el capitalismo dominó el mundo es ya impotente para gobernar decentemente su propia sociedad, en cuyo seno padecen las masas. La negativa a ver es, de inicio, una incitación a la violencia, porque nada irrita más que el diálogo resulte imposible por esta negación de la realidad.
Hablo del Sr. Bernanke, presidente de la Reserva Federal norteamericana. Su singular comparecencia ante las cámaras de televisión de la CBS -normalmente los poderes financieros evitan ese medio- ha golpeado paradójicamente a la inteligencia de todos aquellos que creen estar ante un pasajero traspié del sistema financiero, superable con unas reparaciones técnicas.
Pero ¿qué ha dicho el Sr. Bernanke? Simplemente esto: la recuperación sostenida del sistema estriba en que vuelva a funcionar regularmente el mecanismo financiero. En principio la frase es ambigua. Hay una pregunta que resulta vital hacer: ¿a qué mecanismo financiero se refiere el Sr. Bernarke? ¿Al que conocemos o al que sería necesario? Ahí está la clave profunda de la cuestión. El presidente de la Reserva Federal se refiere rotundamente al mecanismo financiero que conocemos y que ha producido la magna catástrofe, aunque insisto una vez más en que ese modelo de financiación conllevaba inevitablemente esa catástrofe. Conllevaba y conllevará si se obcecan en reflotarlo. Y lo que pretende el Sr. Bernarke es sencillamente reflotarlo, aunque empeñando en esa reflotación el dinero de los contribuyentes. ¿Importa este detalle al Sr. Bernanke? Pues no le importa porque le parece revestido de una lógica profunda. Y no le importa porque estima que el sistema financiero en manos del gran capital privado es insustituible. Ahí la razón no penetra; el principio es dogmático y el resto de conclusiones se deriva de ese dogma implacable. Curiosa forma de revelar que la sociedad más avanzada tecnológicamente, con su correspondiente filosofía positivista, se sostiene sobre creencias de carácter eclesial, es decir, sobre una fe cerrada a toda dinámica. El presidente de la Reserva Federal confirma, una vez más, este tipo de fe cuando asegura que ninguno de los grandes bancos norteamericanos es insolvente, pero que si las cosas empeoran, el Gobierno no los dejará quebrar, sino que intervendrá para evitar los efectos de una bancarrota en el sistema financiero. Ello a pesar de que el Sr. Bernarke sostiene que es radicalmente injusto que esta operación de salvamento se haga con el dinero de los contribuyentes. Y concluye con esta frase pontificia: «Pero no hay otra opción». Roma locuta causa finita. Ante este tipo de posturas es difícil evitar la sensación de que Dios ha descendido y se ha encarnado en responsable de la Reserva Federal. Del Dios abstracto hemos pasado al Dios funcionario.
Al llegar a este punto hay que plantearse si este tipo de dirigentes se dedican a la estafa intelectual o bien estamos ante individuos que representan la ruina de la inteligencia que nació brillantemente con la Ilustración. Me temo lo último. Al fin y al cabo, prefiero un estafador, que necesita de una inteligencia aguda para aplicarla al singular momento de la comisión de su delito, antes que a un tonto. Sobre todo si el tonto tiene malas inclinaciones.
Ante las posturas como la del Sr. Bernanke es completamente lícito afirmar dos cosas que me parecen absolutamente aceptables: la primera consiste en admitir que toda economía precisa de un sistema financiero eficaz; la segunda se refiere al modelo de ese sistema, que creo que ha de ser público. Si se pretende un modelo social en el que pueda compatibilizarse la libertad con la igualdad, es inevitable concluir que toda iniciativa personal ha de apoyarse en un entramado de posesiones colectivas -entre ellas la posesión pública de las finanzas- que permitan a la vez una vida digna y con derechos básicos asegurados y un horizonte amplio de desarrollo personal, que necesariamente ha de tener por objetivo el bienestar de la sociedad en que esa iniciativa individual se produzca. La nacionalización del sistema bancario se impone como rigurosamente necesario si se aspira a vivir en una sociedad con metas ciertas de autorrealización. Pero este modelo es el que desechan en sus reflexiones el Sr. Bernanke y quienes piensan como él. Y es cierto que llegar a este punto de las nacionalizaciones -el suelo, la sanidad, la instrucción, la distribución de bienes, los transportes, las producciones estratégicas...- exige un cambio radical en el modelo de sociedad; un cambio revolucionario. Pero han de hacerse algunas observaciones a esta última afirmación a fin de evitar la faramalla retórica de los que se parapetan con absoluto cinismo en la figura democrática que ellos custodian. La primera de esas observaciones consiste en la fundamental seguridad de que la revolución no aspira nunca a la violencia, sino que empieza por una serie de peticiones lógicas y ordenadas que únicamente acaban en violencia cuando las palabras dejan de tener un significado resolutivo. Es falso que el diálogo democrático tenga un poder superior al poder del Sr. Bernanke. Es mentira que los votos depositados en las urnas conduzcan hoy a la verdadera innovación social. Cuando esos votos expresan una voluntad mayoritaria esos votos son convertidos por las instituciones en actos criminales o peligrosamente irrazonables. La libertad y el Estado son siempre de clase. Lo único que hace falta saber es hasta dónde se puede caminar con un vehículo prestado.
Vivimos horas en que una serie de pueblos están intentando, con muchas dificultades, combinar sus pretensiones revolucionarias con cierta admisibilidad de la democracia formal que padecemos. Tratan esos pueblos de que se les haga un sitio en el concierto internacional para probar la bondad social de sus aspiraciones. Los intentos anteriores hechos en tal sentido fueron ahogados en sangre o estrangulados para demostrar que se trataba de corruptos cesarismos. En estos momentos la acumulación de energías revolucionarias, en un panorama en que el modelo neocapitalista -que niega incluso las raíces del capitalismo liberal- se tambalea escandalosamente, concede a la esperanza de cambio un nuevo aliento. Cierto es que se lucha contra dogmas que han profundizado en la médula social hasta sumergir a medio mundo en el fascismo. Hay que acompañar el espíritu revolucionario con una profunda actividad teórica que muchas veces debilita o trastorna la percepción de la pretensión revolucionaria, lo que fatiga a las masas que han sido largamente desmeduladas, sobre todo con doctrinas sobre el nuevo trabajador, del que han cambiado psicológicamente la fachada a fin de hacerle más dominable por los poderes. Mas el presente descalabro económico va desnudando de sus supuestas perfecciones a un sistema que sostiene que el futuro del individuo radica en su esfuerzo personal y que únicamente su falta de instrucción le mantiene en bajos niveles de vida. Algún día habrá que abordar doctrinas tan destructivas como las que predican, por ejemplo, que las actividades de formación profesional son uno de los caminos más eficaces para librarse del desempleo y de la pobreza. Un notable especialista en la cuestión, Serge Mallet, escribe en su obra «La nueva condición obrera»: «Contrariamente a esperanzas absurdas la formación profesional no es indispensable para el progreso de la tecnología. La mayoría de especialistas en métodos de trabajo piensan incluso que para el rendimiento es más perjudicial que útil». Pero de este y otros dogmas en torno al trabajo y a los trabajadores hablaremos otro día.