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Aún supuestamente protegida, los malos tratos del marido la acompañaron hasta el final de su vida

Estos días la violencia contra las mujeres ocupa notables espacios en los medios de comunicación, pero seguramente pasará a ser un asunto de segundo orden a medida que los ecos de la muerte de Izaskun Jiménez a manos de su marido se vayan apagando, hasta que un nuevo caso lo «suficientemente» brutal ocupe las primeras páginas. No ha sido el caso de la mujer que falleció el pasado lunes en Gasteiz dos días después de haber sufrido una paliza, junto a sus tres hijos, propinada por su marido. No lo ha sido porque era un caso desconocido, no se sabía que huyendo de los malos tratos se encontraba en un piso proporcionado por el área de Servicios Sociales. Sin embargo allí la encontró su marido y allí la golpeó, a ella y a sus hijos. Tampoco los médicos que atendieron a la mujer cuando fue ingresada en el hospital sabían nada de su vida, de su huida, por lo que no pueden determinar si su muerte se debió a la enfermedad que padecía o a la paliza recibida dos días antes. La insoportable sucesión de agresiones a mujeres, sea cual sea su resultado, ha de dar paso a algo más que al estremecimiento y el deseo de que no vuelvan a ocurrir, y en ningún caso, desde luego, al silencio ante ellas.

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