Mario Zubiaga Profwesor de la UPV-EHU
Vae victis
Cautivo y desarmado el ejército soberanista, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos... Vitoria, 5 de mayo de 2009. Setenta años ya desde aquello, con gudaris y milicianos sepultados todavía en las cunetas, y sin embargo, el gobierno vasco reúne a sublevados y republicanos. ¿Ha terminado la guerra? Aquélla, al parecer, sí. Pero aquí la guerra nunca fue, no es, entre revolución o fascismo. En nuestro caso, tanto en el 39 como en el 2009, se aplica el famoso tópico de la campaña de Clinton: ¡Es la nación, estúpido! La interpretación más benevolente acerca de las causas por las que se ha cerrado provisionalmente el ciclo de Lizarra -es decir, la tesis de la «nación vasca posible» de Joseba Arregi- no puede ocultar los términos en los que se ha resuelto, por ahora, el ciclo abierto a finales de los noventa. Desde la posición sistémica, el planteamiento ha sido fundamentalmente bélico, en los términos en los que las guerras civiles se plantean hoy en occidente: división de fuerzas opositoras y persecución penal.
Más allá de la indudable buena voluntad de algunos socialistas, el sistema político español ha utilizado el señuelo de la negociación para dividir y debilitar al soberanismo, ha cerrado el paso a reformas regladas -plan Ibarretxe-, y no regladas -la consulta-, y ha amenazado o castigado directamente con la prisión a los defensores del cambio político basado en la autodeterminación. Esa contraofensiva se ha valido de un contexto internacional favorable y ha sido reforzada argumentalmente por una actividad armada deslegitimada y operativamente bajo mínimos. Pero, sobre todo, ha aprovechado el fraccionamiento fratricida en los ámbitos soberanistas: todos los actores abertzales han apostado por la acumulación de fuerzas, eso sí, poniéndola al servicio de su particular visión y ventaja.
La respuesta del soberanismo ha sido centrífuga: entre el pragmatismo sucio de unos, la clandestinización vanguardista de otros, la política bonsai de muchos y la tristeza existencial de todos, el hueco central ha quedado vacío. No obstante, el PSE tiene ya un plan hegemónico para ocupar ese centro. Un plan a corto, medio y largo plazo que, como es ley en estos tiempos de política líquida, se fundamenta en una serie de traiciones sucesivas. La estrategia en la primera fase se centra en un pacto con el PP para la toma del poder y la gestión sistémica del fin de ETA, con explotación compartida del éxito. A medio plazo, la segunda fase se abriría tras el acuerdo con el PNV, imprescindible para ahormar el país y dar credibilidad a la futura reforma política. Y, finalmente, en un tercer momento, se trataría de constituir un gobierno «progresista» de consolidación, con una Izquierda Abertzale ya civilizada, que permita cerrar definitivamente el ciclo. Cuando éstos sean esterilizados suficientemente, vuelta a pactar con el nacionalismo moderado, ahoya ya en situación subalterna. Resultado: centralidad sine die para un PSE más vasquista que nunca, con capacidad de pacto a derecha e izquierda, y, obviamente, un PP vasco testimonial. A la catalana.
¿Es ese el único futuro posible? Quizás no. O no al menos del modo que algunos desean. La clave reside en si el soberanismo va a encarar ese proceso desde una posición subordinada o hegemónica. Parece claro que la primera fase debe cerrarse cuanto antes. En las negociaciones, el vencedor siempre inclina la balanza a su favor, y no hay dudas acerca de quién es el vencedor en esos parámetros político-militares: ese es el certero sentido del dicho latino vae victis!
Si no se resuelve pronto, el famoso fin dialogado -que ya es diálogo tras el fin- puede empantanar al soberanismo en algo que no es proceso, sino procesión. Además, la autolimitación de contenidos políticos, inevitable en estos casos, y la consiguiente sensación de desencanto pueden dificultar la acumulación de fuerzas imprescindible para una entrada pujante en la segunda fase, ésta sí clave, la de reforma del sistema. Esa segunda fase que permitirá, si acaso, definir en el tercer estadio un proyecto transversal abertzale y socialista en el que el soberanismo sea hegemónico.
Sin embargo, para acelerar el primer momento y llegar al segundo en buena posición, parece conveniente una reformulación estratégica.
No es fácil. No hay ni ha habido nunca fórmulas mágicas para la operación hegemónica. La operación que permite que una determinada visión particular ocupe contingentemente el lugar vacío que expresa lo universal. Esa operación hegemónica que es la llave fundamental de la radicalización democrática. Pero atendiendo a los expertos como Ernesto Laclau o Charles Tilly, podemos establecer tres categorías clave:
1. La articulación de sectores sociales y políticos desconectados o desmovilizados y la lógica equivalente de la luchas: todos estamos por «lo mismo».
2. El antagonismo y la polarización: hay «un pueblo» que se define por oposición y que polariza a la sociedad en términos suficientemente atractivos como para que la primera condición, la articulación, sea potente y no decaiga.
3. La innovación táctica en discursos y repertorios de acción: los modos de movilización, los símbolos y discursos deben crear incertidumbre, deben romper las rutinas adaptativas del sistema.
En los años sesenta, la irrupción de ETA supuso una innovación táctica en el seno del abertzalismo. En derredor de ese acontecimiento, no siempre en su seno, se constituyó una amplia articulación hegemónica alternativa que permitió un extenso encadenamiento de luchas (obreras, identitarias, ecologistas...) en tanto en cuanto se abrió esa cadena equivalencial a todo aquel que viviera, trabajara (y luchara) en Euskal Herria, independientemente de su origen. Aquella polarización germinal -pueblo (trabajador) vasco vs. Dictadura franquista- tenía tal potencia antagónica que el régimen constitucional y estatutario ha necesitado casi treinta años para desactivarla. Y lo ha hecho, como es típico en todos los procesos de democratización, asumiendo en parte sus propuestas, tanto sectorialmente (euskera, ecologismo, feminismo...) como en el nivel sistémico: ahí están la asunción social del derecho a decidir o el cuasi reconocimiento político de la identidad nacional. No obstante en este momento falta precisamente el siguiente paso, el inverso: la plasmación política del derecho a decidir y la extensión del sentir social de la nación vasca, no como cuita de algunos, sino como identidad de todos, sea cual sea su proyecto político.
Por eso, hoy, una nueva fase democratizadora exige otra vuelta de tuerca en lo que Tilly llama la innovación táctica en los discursos y los repertorios de acción. Seguramente es preciso reconstruir el discurso acerca de la construcción nacional y social. Maltrecho el Pueblo Trabajador Vasco (PTV) como categoría transversal, rota la ilusión de la recomposición de la comunidad nacional por medio del frente abertzale, es preciso reelaborar un discurso que permita construir un nuevo pueblo vasco, como lugar de equivalencia de luchas e ilusiones colectivas. Una nueva praxis política que permita la articulación de sectores desconectados o desmovilizados y la polarización adecuada a las actuales necesidades del soberanismo progresista. Por eso, pese a la insistencia de algunos, ya no vale la ecuación temporal antigua: es decir, primero articulación, y luego, nuevos discursos y prácticas.
Y es que en cuanto a los instrumentos de acción, es cada vez más evidente que lo que en su día, hace cuarenta años, fue innovación táctica creadora de incertidumbre, una de las llaves del cambio democratizador, es hoy dolorosa rutina, fuerza reproductora de certidumbres sistémicas. El compromiso intergeneracional que no cesa, pero que tampoco se expande, debe buscar otros modos de expresión. Unos instrumentos de acción política que, sin convertirse en un crimen que destruye otro crimen, sigan buscando los límites del sistema. Interpretando osadamente a Walter Benjamin y su categorías, diríamos que en contra de la «violencia mítica» que funda Estados, y «la jurídica» que los conserva, es preciso reivindicar la «violencia divina», la del pueblo, que cuando es verdadera nunca es sangrienta. Una violencia como la de Udalbiltza o la Laborantza Ganbara, que ni funda ni conserva, construye Estado. Y que se aleja de la violencia entendida como passage à l'acte, como algo que no puede dejar de hacerse aun cuando no tenga sentido.
En Austerlitz, con tropas más exiguas que las de sus enemigos, venció Bonaparte. Venció porque eligió el momento y el lugar más adecuados para la batalla. Venció porque apareció como derrotado ante sus soberbios e imprudentes enemigos. El soberanismo vasco debe también elegir el momento y el lugar de la contienda, y, sobre todo, debe ejercer sobre sí mismo esa autoviolencia que supone aparecer como derrotado ante el enemigo. De ahí, sólo de ahí, provendrá su victoria final.
Carlosi, Txemari eta beste lagunei, beti gertu.