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Antonio Álvarez-Solís periodista

Nosotros no vamos, venimos

«Vamos a...» es un latiguillo que los políticos utilizan habitualmente. El autor destaca su utilización electoral por parte del candidato del PSOE al Parlamento europeo, Juan Fernando López Aguilar. Alvarez-Solís aboga por el cambio efectivo, por la acción frente a la promesa hueca.

La fragilidad del discurso político ha llegado a un límite escandaloso con ocasión de las elecciones para el Parlamento europeo. El último debate entre el Sr. Mayor Oreja, cabeza de la lista del Partido Popular, y el Sr. López Aguilar, líder de los socialistas para esta consulta, fue tedioso, con una dialéctica de mesón de carretera. La audiencia registrada por Televisión Española, que transmitió este debate, fue irrisoria. Quizá una de las causas de que Europa no suscite interés alguno en la ciudadanía esté en la baja calidad intelectual de los políticos, en su nula capacidad para suscitar emociones que comporten una participación activa de las masas en la vida pública. Por lo que respecta a España, la congelación del interés ciudadano resulta de una evidencia colosal. A la gente no le interesan esos encuentros en que se debaten conductas de los dirigentes de los partidos sin otro horizonte que el demérito personal. Las acusaciones al respecto suelen ser idénticas y sólo reflejan una destrucción miserable de la moral política. Comprendo que en vez de seguir estas manifestaciones la gente prefiera las lujurias de los programas del corazón y otros libertinajes de los granujas que comercian con sus apaños libidinales. Normalmente se trata de chismes ginecológicos o contables que valen para entretener una sobremesa nebulosa y sacristana. A los españoles les engolosinan estas cosas aldeanas y les aburren los sucesos políticos, ya que ven en ellos algo falso y lejano que se traduce en la apropiación de la cosa pública por parte de los poderosos, con sonido de monedas fáciles hurtadas a la hucha común que se rompe. Nada realmente colectivo vive en ese discurso.

En el debate a que me refiero se dijeron una serie de cosas carentes de la más mínima sindéresis. Sobre todo destacó en su incuria oratoria el Sr. López Aguilar, que manejaba cifras y razones que más bien condenaban a los socialistas que contribuían a robustecer su imagen. El Sr. Mayor Oreja le dio cuatro o cinco lanzadas muy hirientes. Se ve que el Sr. Mayor Oreja ha permanecido en la Europa antigua y aún culta y que ello le ha permitido adquirir ciertos modos verbales y gestuales que a su vez cubren con su fachada la ausencia de verdad social que hay en su pretendida oferta reactivadora. El Sr. Mayor Oreja ha adquirido la cadencia verbal de los lores ingleses entregados al güisqui de las cinco en el club de costumbre. Hubo un momento en que a la enumeración por el Sr. López Aguilar de todo lo perverso que habían hecho los gobiernos «populares» el Sr. Rajoy se limitó a responder lo único razonable, políticamente hablando, que cabía oponer al seseante canario socialista: «Y puesto que ustedes se encontraron con todo eso por qué no hicieron algo para enmendarlo en los cinco años que llevan en el Gobierno». A mí esta observación me pareció muy sugestiva, pero el Sr. Mayor Oreja no insistió obviamente en ella porque no era cuestión de tirar más de la manta, que tapa por un igual a unos y a otros. Una manta tendida por los «populares» sobre la ruina de las libertades y de la democracia y que los socialistas han aprovechado para tapar el pecado común de los dos. Me quedé, pues, con una gota de miel en los labios resecos.

Hubo dos modos de enfocar los profusos enunciados de males y de su remedio, que dicho sea de paso, no pasaron ni en un solo momento de su carácter de índice sin más texto añadido. El Sr. Mayor Oreja recontaba una y otra vez los parados, como si esto fueran fabricados en el último año y no se debieran inevitablemente al sistema económico y social que ellos predican, y el Sr. López Aguilar se limitaba a manejar cifras contrarias como un ilusionista que hace aparecer el ramo de flores en la solapa de quien le paga. Ninguno quería hacerse responsable del modelo económico vigente ni de la situación opresora que los dos partidos mantienen de consuno. Para los «populares» hay que corregir los excesos de los prepotentes y para los socialistas hay que hacer lo mismo. En ningún momento ninguno de los dos propuso acabar con la semilla que ambos siembran y riegan para que renazcan y se robustezcan esos prepotentes, que ahora vuelven a rebrotar en Europa y América. Por lo visto, la labor de jardinería de los dos partidos consiste en extirpar la mala hierba con el agua bendita de la contricción de los banqueros amparados nada menos que por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, gran patio de Monipodio. No se habló, pues, de modelo social y de forma de mercado. No se tocó la raíz del mal por si al fin produjera lirios. Los dos hablaron, para tranquilizar el sueño de los que han renunciado a sí mismos, de reducir el mal viento a la redoma, pero dejando al monstruo dentro.

En el debate a que se refieren estas líneas hube de fijarme en un verbo que brotaba en catarata de la boca del Sr. López Aguilar. El verbo ir en su primera persona del plural del presente de indicativo: vamos. Aunque inicié tarde el contaje reuní en unos veinte minutos unas cuarenta menciones del «vamos». «Vamos» a superar la crisis, «vamos» a consolidar la seguridad social, «vamos» a instaurar un nueva economía, «vamos» a llevar a Europa el modelo español, «vamos» a crear empleo. Aún están sorprendidos de lo que ha ocurrido. «Vamos...». Apenas dijo «hemos hecho». Y los pocos «hemos» se referían a la barroca ley del matrimonio homosexual, a la confusión introducida en la enseñanza, a la legislación para el rapto de las ideas, a esos regalos de promoción en feria de Monipodio, como el asunto de los dos mil euros para adquirir un automóvil, cuando las condiciones y la situación para hacer válida esta última oferta son absolutamente inexistentes. El «vamos» resulta ya tan arborescente que uno se pregunta «cuándo» acontecerán tan benéficas cosas, porque las conseguidas son espuma de cerveza, pagando nosotros el casco.

Palabras, palabras... Dichas con una sonrisa de connivencia hacia los españoles a los que únicamente distrae el sonido a cobre pequeño -¡socialismo, socialismo!- como los jilgueros ladean con atención la pequeña cabeza para oir la campanilla que se balancea en la propia jaula. Ruido, ruido... Como los niños miran la estela del cohete para solazarse con las luces que se derraman en el aire que las apaga. Gestos, gestos... Como los embobados del tinglado de la antigua farsa miraban el fingimiento de Pantaleón. Y todo eso ¿para qué? He releído el poema número XVII del Tao Te Ching, que acaba con los siguientes versos: «Un gran dirigente habla poco. Y nunca lo hace sin ponderación./ Trabaja desinteresadamente,/ sin dejar rastro./ Y así, cuando acaba su cometido la gente dice:/ `Nosotros mismos nos hemos gobernado'».

Nosotros mismos... Por pretender eso hay gente en la cárcel; por perseguir ese gran objetivo humano, hay gente con sufrimiento; por creer ahora en eso escrito hace tres mil quinientos años muchos seres y pueblos son incluídos en las listas que numeran a los terroristas. Escuchaba el diálogo para avestruces en televisión y recordé a Bernard Shaw: «Sin cambios el progreso es imposible y los que no pueden cambiar sus mentes no pueden cambiar nada».

Justamente en aquel momento el Sr. López Aguilar sonrió como el César que tañía la lira ante el gran incendio y dijo: «Vamos a cambiar...». ¿Por fin? Me pareció un verbo que nos distanciaba del Gobierno. Ellos «van» a cambiar la situación y a superar el desastre, pero nosotros «venimos» ya cansados del desastre y estamos en él. Ellos prometen y nosotros sufrimos de un sufrimiento que ya es antiguo, porque el desastre estaba escrito. Pero ellos no se enteraron. Y ahora «van», pero ¿a dónde?

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