No es suficiente con posicionarse ante la injusticia, es necesario romper sus inercias
Este pasado viernes el escritor y semiólogo italiano Umberto Eco escribía un artículo en el periódico «L'espresso». En su escrito Eco situaba la responsabilidad última de la ruina política y moral que en estos momentos padece su país no en el hombre que está protagonizándola, el presidente Silvio Berlusconi, sino en el silente pueblo italiano que se lo permite. El escritor explicaba que en la historia siempre existieron personajes no faltos de carisma pero con evidentes y prioritarios intereses particulares que, sin embargo, no lograron el poder deseado porque la sociedad no se lo permitió. Viene a decir así que la diferencia entre el fracaso de esos otros proyectos totalitarios o populistas y el éxito del megalómano Berlusconi estriba en la resistencia del pueblo a aquellos y la pasiva quietud con la que acoge la actual sociedad italiana los escándalos de Il Cavaliere. En ese sentido, Eco denuncia cómo la llegada al poder de Mussolini tuvo más que ver con la indulgencia de las clases medias liberales que con la energía del fundador del fascismo. Algo similar a lo ocurrido, por ejemplo, en el golpe de estado contra Salvador Allende en Chile.
L'Aquila, una postal del mundo actual
En este contexto, esta semana el pueblo italiano de L'Aquila acogía la cumbre del G-8. La cumbre ha mostrado su incapacidad para resolver los problemas que actualmente tiene un mundo que, en gran medida, gobiernan los reunidos en L'Aquila. Una ciudad convertida en escombro por la naturaleza, escenario elegido por los humanos que han llevado a la tierra a una situación paradójicamente similar en lo político y en lo económico.
Alguien podría preguntarse en este punto qué es lo que pueden hacer los pobres italianos cuando ni los restantes siete hombres más poderosos del mundo son capaces de plantarle cara a Berlusconi y hacerle ver lo ridículo y obsceno de reunirse en ese devastado escenario, metáfora evidente de la situación a la que esos mismos mandatarios o sus antecesores han llevado al planeta. Con gran sorna los desahuciados por el terremoto, que todavía tienen que vivir a la intemperie a causa de las promesas vacías de Berlusconi, parafrasearon el lema de la victoria de Obama con un expresivo «Yes we camp».
¿Tiene la gente siempre lo que se merece?
Es común culpar a la sociedad de los males que la asolan, y hasta cierto punto el argumento parece plausible. Pero las relaciones de poder y dominación son más complicadas que todo eso. No hay más que mirar al caso vasco.
Todas las encuestas de opinión muestran que la situación estructural del país no coincide con los intereses, las demandas y los anhelos de gran parte de la ciudadanía, en algunos casos los de una clara mayoría de la misma. Por ejemplo, nadie al que no le reporte alguna clase de beneficio particular cree que la política de ilegalizaciones responda a una «necesidad social imperiosa». No por lo menos si la sociedad que tomamos como referencia es la vasca. Del mismo modo, la jerarquía católica vasca no ha respondido a las demandas de su base social en cuestiones como la memoria histórica o en temas sociales como la planificación familiar, en los que la comunidad cristiana es mucho más avanzada que sus representantes -a pesar del avance que suponen actos como el de ayer en Gasteiz-. ¿Qué decir de la cadena perpetua aplicada de facto a los presos políticos? ¿Quiénes, aparte de los que viven de ello, justifican semejante vulneración de derechos? Lo mismo se puede decir de los resultados electorales. En los diferentes territorios de Hego Euskal Herria la población votó para lograr un cambio cualitativo. En ambas circunscripciones el cambio ha sido el opuesto al promovido por la ciudadanía, así como el contrario al defendido en campaña por los partidos «ganadores». En términos más generales, nadie duda de que para una mayoría de los vascos la prioridad de los políticos debería ser la resolución del conflicto a través de la negociación política. Son los intereses partidistas y sus estructuras de poder las que, por diferentes razones, prefieren priorizar otras perspectivas. Lo cual no evita que, al final esa voluntad popular quede inhibida por las estructuras establecidas.
Revertir políticas, romper límites
Eco, admitiendo con pesadumbre su pesimismo y escepticismo, terminaba su artículo diciendo que la única razón que ve para denunciar el proceder totalitario de Berlusconi es que nadie en el futuro pueda acusarle de no haberlo dicho, poniendo como referencia a los doce profesores universitarios que en la época del fascismo se negaron a firmar su lealtad al régimen (apenas un 1% del profesorado en aquella época, tal y como recuerda Eco).
Pero el pesimismo y el testimonialismo moral -tanto el honesto, como puede ser el de Eco, como el protocolario, como puede ser el de aquellos políticos que denuncian legislaciones o acuerdos injustos de los que luego se benefician- es parte del mal inoculado a la sociedad por los poderosos, un freno para el cambio que tantos anhelan. La gran victoria de la derecha supone establecer las fronteras de lo posible allá donde se hallan los límites de lo por ellos deseable. El reto de la izquierda es revertir la dirección de esas políticas y romper esos límites impuestos.