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Fermín Gongeta | Sociólogo

Penitencia y disciplina en las cárceles del Estado

Kaixo, Miren: Acabo de llegar a casa. Con mi manía de resumir todo, te diré que este fin de semana ha sido enormemente gratificante. Ha merecido la pena recorrer esa tan desgraciada como interminable cantidad de kilómetros. Han merecido la pena, para disfrutar de la compañía de tu hija, aunque no fuera más que durante los cuarenta miserables minutos que le concede el reglamento carcelario.

¡No me extraña que se infecten de todo tipo de virus en esas cabinas de «comunicación»! El teléfono de su lado de la cristalera, que procuraba apartarlo de la boca, y que a la vez le impedía realizar los gestos que deseaba acompañar a sus palabras. A mi lado, el interfono fijo, que me obligaba a posturas rocambolescas y me dificultaba una postura normal en el diálogo.

Con excesiva rapidez he pasado de lo mágico a lo degradante. Porque aquellos cuarenta minutos tuvieron algo de mágico, que ni la diferencia de edad, ni de situaciones en la opresión nos impidieron un diálogo abierto propio de arregla-mundos. Fue una pena que no nos concedieran más tiempo para poder solucionar todos los problemas de Euskal Herria. Pusimos empeño en ello, pero, ella misma te lo dirá, nos faltó tiempo.

El resto del escenario, el viaje, la espera, el salir corriendo de vuelta hacia casa, todo ello resulta humillante además de peligroso. Se podrá decir más alto, pero nunca más claro, que las cárceles del estado, tanto español como francés, son los lugares de genocidio de Euskal Herria. Es para eso para lo que están programadas. Es en ellas donde se aniquila a nuestros jóvenes, a nuestros hijos. Es con ellas con lo que se amenaza a todo aquel que se oponga al pensamiento del poder, cualquiera que sea. Es en el riesgo del camino, en las esperas, en la arrogancia de los carceleros, en el dinero que supone todo ello, donde nos tienen agarrados del cogote, a punto de asfixia, a familiares y amigos. Todo a pesar de que digamos con Antígona: «No tienen ningún derecho a privarme de los míos». Nuestro deber es estar con ellos.

Me conoces. Había preparado el viaje al maco mirando las páginas de los funcionaros de prisiones. Por eso esperaba encontrarme con muchísima gente haciendo cola a la entrada de las visitas. Los funcionarios hablan del «hacinamiento tercermundista» de las cárceles españolas, por mucho que la señora Gallizo se oponga a reconocerlo. Pero es así. La media de las prisiones españolas se hallan ocupadas en más del 160% de su capacidad, aunque el abarrotamiento de algunas supera incluso el 300%. Cuenca tiene una tasa de ocupación del 240%; Iruña el 255%; Alcalá Meco el 260%; Arrecife el 275%; Puerto el 300,98%. Les gana Basauri con el 332,85% de ocupación; Martutene con el 349,5%, a la que únicamente aventaja Ceuta con el 350%. («El Imparcial», noviembre de 2008)

No. No había excesiva gente en el exterior. La mayoría habíamos llegado de Euskal Herria para visitar a nuestros presos políticos. Porque desde Grecia nos enseñaron hace siglos que es preciso apoyar a los luchadores del pueblo. Como escribiera Esquilo, «¡Son tan poderosos la sangre y el trato!».

La porquería y la opresión se hallan dentro, ocultadas por la arquitectura del lugar y por el silencio de la gran prensa. Por eso el Gobierno del PSOE, en lugar de revisar leyes, juicios y condenas para democratizar la justicia, aseguraba el pasado 31 de enero que «en la presente legislatura se está contribuyendo a paliar la alta ocupación de las cárceles con la apertura de 3.892 nuevas celdas» (agencia Efe). En la visita a tu hija me ocultaron el hacinamiento.

Quisiera ahora explayarme, aunque para ti y para todos los familiares esto sea de sobra conocido, y hablarte de algo que me impresionó. Fue la indicación que anunciaba en la carretera el «Centro Penitenciario». Es idiota porque la expresión me era familiar. Pero esta vez me conmocionó. Me hizo pensar con fuerza en que en pleno siglo XXI, el Estado del reino de España no ha dejado de pensar y actuar en católico. Sus leyes e instituciones están preñadas de catolicismo. Los gobernantes son divinos y el pueblo, los votantes, no llegamos a ser ciudadanos, sino súbditos.

El Centro Penitenciario es un lugar donde se practica la penitencia. De ahí su nombre. La penitencia es la vuelta del pecador a Dios (del reo a la voluntad del gobernante) con la firme resolución de no volver a pecar (de no infringir leyes ya sea de pensamiento, palabra u obra).

Según Pascal y Bossuet, la penitencia (acto que se cumple en un centro penitenciario) supone el arrepentimiento por la falta cometida, y el aceptar la aplicación de una penitencia, de un castigo purificador que lleve al reo a la conversión del corazón. Es lo que esperan de nosotros.

Cuando vi la señalización de «Centro Penitenciario», todo esto me vino a la mente. Me ha hecho comprender hasta qué punto en la sociedad civil española, en los poderes políticos, jurídicos y penales han calcado las formas eclesiásticas católicas para organizar la vida de los ciudadanos, hasta penetrar en la conciencia. La ciudadanía desaparece completamente a la puerta de la cárcel. «El que cruce este dintel, que pierda toda esperanza». Es la entrada de Dante en los infiernos.

Con el pomposo título de centros penitenciarios son anunciadas las cárceles de exterminio, de negación total de las libertades cívicas y humanas. Es así como los presos y presas políticas vascas se hallan practicando miles de años de penitencia, sin que sus penas sean jamás redimidas. Porque lo que la cárcel pretende es enderezar conductas, y esto en base al poder disciplinario. Una disciplina carcelaria que intenta fabricar números, destruyendo ciudadanos. De la misma forma que a sus familiares y amigos se nos quiere condenar al ostracismo absoluto, a ocultar su parentesco, a negarles todo acto público de solidaridad.

La disciplina es vigilancia y sanción. Y ésta se lleva a cabo en las prisiones a través de los «partes», de las micro-penas, que se pueden ir acumulando hasta convertirse en nuevos y grandes delitos merecedores de mayores castigos. Me lo comentaba tu hija. En las cárceles reina una micro-falta del tiempo (retrasos, ausencias, interrupciones de tareas); micro-falta de la actividad (falta de atención, descuido, falta de celo); micro-falta de la manera de ser (descortesía, desobediencia); micro-falta de la palabra (charla, insolencia); micro-falta del cuerpo (actitudes «incorrectas», gestos impertinentes, suciedad).

A una micro-falta, le corresponde en la cárcel una micro-pena, un «parte». El «parte» no conlleva castigo. Lo que sí merece castigo es la acumulación de partes. ¡Y para los funcionarios, es tan sencillo! Se trata de hacer merecedoras de pena las fracciones más pequeñas de la conducta y de dar una función punitiva a los elementos del aparato disciplinario en apariencia indiferentes. En el límite, que todo pueda servir para castigar la menor cosa; que cada preso, siempre merecedor de castigo, se encuentre atrapado ante un funcionario celoso de doblegar su voluntad. (Michel Foucault. «Vigilar y castigar». Siglo XXI editores)

La inspección y la sanción tienen como objeto la producción en el detenido del miedo ininterrumpido a la veleidad y capricho del funcionario de prisiones. Miedo que intenta producir la obediencia y sumisión. Obediencia y sumisión hacia el funcionario, desde el nivel inferior, hasta la dirección de la prisión, los juzgados de vigilancia penitenciaria, la señora Gallizo o el ministro Rubalcaba. Porque el objetivo de las prisiones no es «reeducar al prisionero para la reinserción», sino hacer pagar el supuesto y pocas veces probado delito.

Pero, como nos señala Michel Foucault, «contra la espiral del miedo, sólo queda la desobediencia» que volverá a ser castigada con creces. ¡Y pensar, Miren, que siempre nos educaron en la obediencia!

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