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Antonio Álvarez-Solís periodista

El último escalón

Tras la lectura del artículo de Amparo Lasheras «Las semillas que siempre brotan», publicado el pasado domingo, Antonio Alvarez-Solís añade en éste ciertos apuntes sobre el tema de aquél y matiza la afirmación de Lasheras acerca del «nuevo fascismo español», pues en su opinión se trata de «la culminación de ese fascismo que ganó la guerra de 1939-45», a cuya descripción procede seguidamente.

En un artículo que he repasado con todos los sentidos puestos en su denso contenido leo lo siguiente: «Mi horror en estos momentos nace de la certeza de saber que Euskal Herria se enfrenta a un nuevo fascismo español». Firma el artículo Amparo Lasheras y creo que se trata de una reflexión brillante arropada por un estilo sólido y un saber profundo, no en vano nace ese saber de la fuente clara de un anarquista, tío abuelo de la autora, que luchó con las armas en la mano para evitar la derrota republicana.

El problema está precisamente ahí: el fascismo. Todo lo demás que acompañe al análisis de este objetivo esencial es artillería erudita de acompañamiento; valiosa, cómo no. Pero el espíritu que envenena nuestra época es el fascismo. Me gustaría, por tanto, añadir algunas notas sobre esta realidad esencial, ya que para ciertos perfiles el magnífico trabajo de Amparo no ha tenido espacio suficiente. Es mucha la leña que cortar y poca el hacha de que disponemos.

Dice la autora que estamos ante «un nuevo fascismo español». Ahí creo añadir como necesario que no se trata de un nuevo modo de fascismo, sino de la culminación de ese fascismo que ganó la guerra de 1939-45, aunque este sangriento conflicto se tenga por un enfrentamiento ideológico de las potencias aliadas frente a las potencias del Eje. De muchas cabezas pertenecientes a las potencias aliadas nacieron las doctrinas, sobre todo de cabezas pertenecientes a la intelectualidad inglesa, que encofraron el militarismo fascista de los regímenes del Eje. En realidad se trató de una guerra civil entre la economía especulativa de los anglosajones y la economía real de los alemanes, ambas en manos de idénticas castas. Los anglosajones ganaron la guerra y los alemanes, con sus aliados, consiguieron el futuro. Pero los dos diseñaron idénticas sociedades verticales en las que un populismo movido por una cultura de los grandes intereses y por un socialismo carcomido por la deslealtad se apoderaron de los mecanismos vitales de la sociedad trabajadora. Se habló a las masas de un futuro en que la abundancia estaría garantizada por un estado mesiánico, dirigido por los más capacitados. Unos presentaron ese estado como culminación de la democracia liberal; los otros, como herramienta de una tecnocracia liberadora. Unos hablaban de la constitución y los otros lo hacían del coche popular. Unos de la Bolsa y los otros de las grandes cadenas de producción. Al fondo de ese paisaje, los poderes que lo cultivaban en sus dos versiones eran los que ahora han producido la catástrofe humana que vivimos. Se echó de comer a las masas occidentales con los despojos de cien pueblos, incluidas grandes capas de los que se creían llamados al maná social. Las constituciones liberales alumbraron la democracia discriminatoria y un pasajero mundo de cosas dio muerte a la energía social de los trabajadores, a los que encuadró un sindicalismo colaboracionista. En definitiva, dos cabezas de la misma hidra fascista. Dos máscaras distintas para idéntica tragedia.

Sólo, pues, me resta añadir un encaje al fascismo que aterroriza a Amparo en su luminosa argumentación: no se trata de un fascismo nuevo sino de la culminación del viejo fascismo que ahora ya no constituye un suburbio del pensamiento burgués en su primera época liberal, sino de la penetración del fascismo en la postrera concentración del poder liberal realizada en forma de neoliberalismo. Y sobre esto hay que decir algunas otras cosas.

Uno de los fenómenos biológicos del fascismo consiste precisamente en su penetración en el sistema nervioso de las poblaciones. El fascismo que, durante muchos años, constituyó una manifestación extremista en torno a la burguesía, una expresión suburbial de la misma, y que permitía al sistema burgués proclamarse defensor del orden frente al disturbio, se ha introducido ahora en la médula social y ha tintado de fascismo todos sus mecanismos celulares.

El fascismo ha eliminado el poder colectivo del pueblo llamando a los individuos solitarios a tareas trascendentales, como es la transformación de la sociedad mediante el perfeccionamiento de la persona, prescindiendo de su carácter social. La revolución ya no es necesaria y es una expresión terrorista. El fascismo habla de la provisión ante las necesidades, mientras convierte estas necesidades en fuente de sus ganancias. El fascismo proclama la muerte de las ideologías porque el remedio de los desastres corresponde a la técnica y no al pensamiento moral en torno al modelo de existencia. El fascismo proclama la soberanía de los mejores sobre la voluntad de la masa. El fascismo reduce la expresión de libertad a un juego de salón entre jugadores registrados en el club. El fascismo subordina las naciones a los estados en tanto que penetra en ellos para hacerlos entes subsistentes por sí mismos y manejados por la minoría selecta. El fascismo decide quiénes están llamados al gobierno de la res publica, usando la formación como selección. El fascismo fomenta el miedo perpetuo a fin de degradar la grandeza del ser humano como protagonista de su aventura vital. El fascismo maneja las iglesias y los ejércitos como productores de majestad y protección. El fascismo reduce la posibilidad intelectual a una cartilla escolar fuera de la cual sólo cabe la represión institucional como agente custodio de la paz. El fascismo despoja a las leyes de la moral del Derecho, alumbrando así una normativa transeúnte y prevaricadora. El fascismo reduce su gobernación al gesto jarifo de darle la vuelta a la tortilla, con menosprecio de ambiciones, tradiciones y respetos. El fascismo es una agresión frente a la capacidad intelectual creadora, por eso cuando los genocidas al servicio de Franco penetraban en los territorios ocupados a la República se apresuraban a fusilar en primer lugar al maestro. El fascismo es la reducción de la memoria histórica a un recuerdo banal de hechos que no deben repetirse porque los que triunfaron no admiten la respuesta.

El fascismo es, querida Amparo, todas estas cosas que el liberalismo ha ido forjando mediante la verticalización de sus planos sociales y la reducción de los nichos sociales de acción popular. Vivimos, pues, el último escalón del liberalismo, como demuestra su incapacidad para generar la sucesión de sí mismo. Todos los intentos de hacerlo se reducen a una repetición de gestos que conllevan siempre la misma falsificación de la ética social y de la moral liberadora. Los brotes verdes están recogidos por los gobernantes, ya sean de la derecha o de la llamada izquierda, en una repetición de la especulación financiera, mientras los trabajadores han de acudir a la sopa conventual de las diez monedas con que pagan su propia entrega. La purificación de la Bolsa ha consistido en entregar a los poderosos el dinero del común mientras la economía real trata de generar beneficios con el despido de millones de trabajadores y el recorte de salarios hasta el nivel del hambre, que no sólo consiste en carecer de medios físicos para comer sino en yacer inermes frente a un mercado que aumenta día a día la proletarización social. ¿O acaso no ha de vivir más del 60% de los trabajadores con menos de mil euros? Eso es fascismo. Como es fascismo la depuración constante de los medios informativos para que la verdad sea asunto de sacristanes y de escritores que han hecho de la literatura un juego de palabras que suenan a campana de madera. En cuanto a lo que dices del «nuevo fascismo español», España siempre ha sido así, una tierra de generales a caballo, santos hambrientos y vírgenes irremediables, todos ellos bajo la inmemorial advocación de Ares, dios menor de la guerra.

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