Martin Garitano Periodista
¡Qué poco cambian los tiempos!
Sería allá por 1973 o 1974, pero lo tengo grabado en la retina. Se celebraba en el monte Gorla el Gaztetxo Eguna, la celebración anual de los jóvenes mendigoizales del Pol-Pol bergarés. Salida mañanera, misa de campaña, entrega de medallas a quienes hubieran completado los treinta montes, comida a base de bocadillos... Y la visita -tan previsible como cualquiera de los actos reseñados- de la pareja de la Guardia Civil. Capote, charol y cuero. No eran tan épicos como los de Lorca, pero en los estertores del franquismo seguían dando miedo.
Vigilaban los actos, tal vez estrujaron las meninges para descifrar el sermón pronunciado en euskara por el siempre sospechoso don Serafín Esnaola, otearon el horizonte por si divisaban alguna furtiva ikurriña y cuando, ya de vacío, se retiraban a sus guaridas, al pasar junto a nuestro grupo, el guardia primero Mata se fijó en mi gorro de lana. Un gorro de punto, tejido con esmero por mi madre con los colores subversivos debidamente separados en franjas y la borla. No sirvió la estratagema ante el benemérito agente: «Esos colores, chaval». Y me arrebató el gorro que, supongo, colgaría a modo de trofeo en la vitrina del cuartelillo. Tal vez siga por ahí.
Sirve la anécdota para ilustrar el punto de obsesión que caracterizaba al régimen en todo lo relacionado con Euskal Herria. Lo mismo daba un grupo de montaña, uno de danzas, las sociedades gastronómicas, las culturales, los elementos desafectos al Movimiento o las comisiones de fiestas. Todo olía a subversivo para aquellos tipos paranoides, pilares fundamentales del franquismo.
Luego se murió Franco y las cosas discurrieron tuteladas por los mismos cuerpos e instrumentos que vigilaban en su dictadura: La Guardia Civil, el Tribunal de Orden Público (rebautizado como Audiencia Nacional), las legislaciones de excepción, la manga ancha para los hábiles interrogatorios... Y, además, con las mismas obsesiones. Ahora lo subversivo es la banderola contra la dispersión, o las fotografías, de los presos, las pegatinas, las kalejiras sospechosas, los trikipoteos, el entorno no afecto al Constitucionalismo. ¡Hasta el mus y el fútbol! En eso hemos empeorado: a Franco le encantaba jugar al mus y ver fútbol. Siempre ganaban los suyos.