Antonio Álvarez-Solís periodista
Cuatro preguntas para un banquero
Acerca de la idoneidad de las centrales nucleares, el presidente de la bancaria BBK ha dicho dos cosas que conviene analizar con urgencia y lealtad a la ciudadanía. La BBK es una institución que maneja mucho dinero, lo que puede producir daños profundos en la sociedad vasca. Partamos de que el dinero no es ontológicamente ético, tiene simplemente una función instrumental que se degrada con suma facilidad. Socialmente el dinero está dedicado, ante todo, a producir desigualdad mediante el establecimiento de reglas de preferencia y codificación entre los seres humanos. Es cierto que con dinero se puede hacer todo, menos una cosa: vivir humanamente. El dinero lleva en sí una pretensión de dominio. El dinero financiero debiera constituir un dominio social, pues socialmente se produce mediante una mecánica colectiva y no individual. Ahí reside el dato primero que justifica el cambio de modelo social y para el que está perfectamente preparado por quehacer histórico e idiosincrasia el pueblo vasco. Este factor hay que tenerlo muy presente de cara a la independencia.
Pero tornemos a esas dos afirmaciones que hizo don Mario Fernández en un curso veraniego de la UPV. Una de ellas constituye la médula de las reflexiones que siguen: «Aunque el tema de los residuos todavía no tiene solución, las centrales nucleares contribuyen poco a las emisiones de CO2». La segunda ha de generar otra importante meditación pronuclear: «Existen muchos prejuicios a la hora de tomar decisiones en este campo».
Científicamente es cierto que las emisiones de CO2 no tienen gran relevancia en las centrales nucleares. Pero la peligrosidad de esas centrales no dimana de sus emisiones del CO2 sino de su misma esencia nuclear. Hasta ahora todas las invenciones justificadas por el progreso de la humanidad han sido de carácter controlable. Se habrá realizado o no ese control -ahí está una de las grandes perversidades del dinero financiero, controlado en régimen de propiedad privada-, pero el control era técnicamente posible. Más aún: el daño derivado de las materias básicas utilizadas tendía a su extinción en más o menos tiempo. Ahora ya no estamos ante esas posibilidades de control que de alguna manera defendían al mundo de su propia destrucción. Se manejan materias primas implicadas en una duración milmilenaria con daños incontrolables, ya que una vez liberado el agente productor dejan de estar bajo el dominio del hombre para amortizarlas en un momento dado.
El relato fantástico del malévolo genio liberado de la redoma ha pasado a constituir la historia misma de la energía nuclear. La energía nuclear manejada por el ser humano no es la energía nuclear que administra la naturaleza bajo unas manifestaciones autocontenidas. Es una energía que pone en circulación un átomo escindido e imposible de recomponer llegado el momento de la catástrofe, más o menos lenta, más o menos percibible. Por eso no es lícito emplear ligereza verbal alguna cuando se habla de esos daños potenciales. El hecho que, como subraya don Mario Fernández, «el tema de los residuos aún no tenga solución» sitúa la energía atómica como un desafío trágico para la vida del planeta. El inconveniente de este tipo de energía radica precisamente en su perversa libertad. Rebus sic stantibus ahí está, pues, situada nuestra primera pregunta: ¿Puede calificarse de progreso el uso de energías que subordinen al ser humano al hecho físico o químico que adquiere vida propia e inconsciente? ¿Es realmente progreso vivir al borde del abismo en sustitución de una existencia socialmente confortable? No parece que la elección ofrezca la menor duda en términos de existencia y no de beneficio financiero.
Don Mario Fernández defiende su postura pronuclear invitándonos a desterrar prejuicios en el análisis de la situación. Evidentemente el banquero da al término «prejuicios» una intención peyorativa, pero los prejuicios pueden tener un contenido filosófica y antropológicamente más complejo y positivo. Según Georg Gadamer «el prejuicio, lo mismo que la tradición -y así lo resume Ferrater Mora- no cierra, o no cierra necesariamente, el campo de la comprensión, sino que más bien lo abre». Y añade Gadamer: «Los prejuicios del individuo, mucho más aún que sus juicios, son la realidad histórica de su ser». Esto es, lo prejuicial, a la luz presente de la cuestión que se aborde, no es muchas veces un ejercicio de torpeza ignorante, sino el fruto de una larga experiencia moral o material obtenida mediante otros casos por el estilo. El prejuicio no pasa de ser frecuentemente más que un juicio otrora razonable y mantenido en conserva. Y ahí se genera nuestra segunda pregunta: ¿puede liquidarse algo tan delicado como la cuestión nuclear con locuciones que desmantelan retóricamente un debate esencial?
Cree el Sr. Fernández que el volumen de producción de energía eléctrica necesaria difícilmente resulta alcanzable en cantidad y baratura por los medios convencionales de generación. Y ahí la tercera pregunta no precisa de más exordio: «¿Por qué el concepto de volumen ha adquirido en la cultura presente esa calidad decisiva que parece tener por sí misma? Hay que vivir ahora voluminosamente, hay que producir voluminosamente, hay que disponer de medios voluminosos ¿Estamos seguros de que la posesión masiva de cosas no desorganiza la vida humana en sus vertientes de comercialización, de producción, de satisfacción, de sostenibilidad, ya que ahora se emplea tanto este difícil y nebuloso concepto? Disponer de un mayor torrente de energía ¿asegura un mejor torrente de vida? No se trata de que yo sea un místico o un asceta; simplemente se trata de saber si puedo ser un ente equilibrado y con dominio de mi propia vida. No creo que la energía nuclear, los pechos siliconados o el alargamiento del pene aumenten nuestra posibilidad de placer. Y cito juntas estas tres realidades porque de alguna manera descubren llamativamente el desconcierto social que vivimos. No sé si esta visión sintética de la realidad estará de acuerdo el Sr. Fernández, que a juzgar por el apellido podía producirse más normalmente.
Hace poco leía en alguno de esos pensadores con cuya materia intelectual alimento mi horno cotidiano que ha llegado el momento de solicitar una moratoria de la invención a fin de permitir el hombre reducir la distancia con sus robots. «Establezcamos una moratoria para la invención», proponía el magnífico escritor. Parece evidente que el ser humano jadea tras la técnica, de cuyo sentido último ha perdido no pocas veces la perspectiva. Posiblemente este delirio tecnológico tenga su origen en el drama de una economía que no sabe ya cómo suplantarse a sí misma para conseguir los últimos beneficios posibles.
La malignidad del dinero en manos privadas, con pérdida de su auténtico sentido de producción social, está arrastrando a la humanidad a un suicidio colectivo. La velocidad que hemos alcanzado en el vivir nos impide el reposo de una respiración tranquilizadora. Hasta los yogures de plátano, mis preferidos, han cambiado el plátano por el sabor a plátano. Y para qué voy a contarles lo que ha ocurrido con la máquina de cortar jamón.
La pregunta final es ésta: ¿es posible, Sr. Fernández, que las cajas de ahorro recuperen su magnífica y modesta función de atender a la gente normal? Los impositores en esas instituciones necesitan dinero para adquirir unas bombillas normales y no unos focos que convierten la noche en una intranquilizadora vía láctea. Se trata de adquirir unas gafas con un crédito rápido y sin más aval que la propia calidad humana del demandante. Todo lo demás es alargar el pene de los banqueros.