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Javier Ramos Sánchez jurista

El fin último del sistema punitivo

Cuando fue redactado el artículo 25.2 de la Constitución española, el sistema político del Estado español apenas salía del largo túnel de la dictadura fascista que, para entendernos mejor, es la forma que adopta la burguesía, cualquier burguesía de cualquier estado, cuando considera que sus intereses económicos - acumulación de capital- se hallan en peligro. Quiere decirse, por culminar esta pequeña digresión política, que el franquismo es una piel que muda cuando conviene y puede volver a enfundarse en cualquier momento si el sistema de producción y reproducción capitalista lo precisa. Va de suyo, por tanto, que la violencia más brutal es consustancial al origen y a la naturaleza del sistema capitalista y que, si no ha respondido aún del millón de muertos, cientos de miles de encarcelados y miles de torturados de la orgía sangrienta de 1936-1975, no cabe esperar que tenga el menor reparo en volver a repetir la misma «hazaña bélica».

Sin embargo, y como suele suceder a la salida de una dictadura, el régimen adopta maneras que pretenden enmascarar su consustancial naturaleza opresiva para poder legitimarse de nuevo. Si la cárcel era en el franquismo, sin tapujos, la respuesta a la disidencia política, en la nueva «democracia a la española» este mismo afán teleológico quedará maquillado bajo la fórmula de la «reeducación y la reinserción social». Y, en efecto, así funciona todo el sistema jurídico punitivo.

Sintéticamente puede decirse que las teorías absolutas de la pena sólo reclaman ésta como retribución del daño causado, sin mayores pretensiones ni modificaciones conductuales del penado. Por el contrario, las teorías relativas buscan un fin reeducativo en la pena, a fin de que el delincuente vuelva a insertarse socialmente. Ocurre, sin embargo, que ese sujeto debe «reinsertarse» en una sociedad concreta y determinada, cuyos valores puede o no compartir. Y ahí reside el problema: que los poderes públicos dan por hecho que el sistema político existente es el mejor de los posibles y difícilmente aceptan la desviación social; mucho menos la desviación política, entendida ésta no como pura e inocente alternancia, sino como acción antitética al modo de producción y a las superestructuras que lo legitiman ideológicamente: el derecho, particularmente, entre ellas.

Es evidente que el legislador de la Ley Orgánica de 1979, general penitenciaria, apostó por estas teorías relativas de la reeducación y la reinserción social, es decir, de reeducar e insertar en la sociedad cuyo armazón jurídico-político quedaba enmarcado y aherrojado bajo la losa de la Constitución de 1978, también denominada «la inmutable» por la práctica imposibilidad que presenta para su reforma en lo tocante a sus principios políticos constitutivos básicos.

A partir de ahí, la función y el propósito de todo el entramado penal y penitenciario no va a residir en el castigo al culpable en proporción al hecho cometido, ni siquiera en la atención a la víctima, por más que sea esta figura continuamente manoseada y utilizada por el legista de turno. Nunca, y ahora tampoco, le importó al poder un ápice la situación de la víctima. Ésta simplemente se constituye en la sempiterna excusa para aprobar unas leyes y abrogar otras. Cuando se aprobó la Ley Orgánica 7/2003, denominada «para el cumplimiento íntegro y efectivo de las condenas», la palabrería oficial se apoyaba, cómo no, en la satisfacción a la víctima del delito. Nada más inexacto. La reforma tan sólo obedecía a una imprevisión política: el régimen post-franquista esperaba «liquidar» el problema vasco en unos cuantos años, a la manera de los polimilis de Bandrés y Onaindia con el ministro Rosón, es decir, por capitulación disfrazada. Felipe González fue más allá cuando observó que la cosa no salía como esperaban y que el tiempo apremiaba. Todos sabemos lo que hizo la X «demócrata» y «no violenta». Y ya con Aznar en el poder y a la vista del fiasco del GAL, no quedaba otra que modificar las normas penales y, en el colmo del despropósito, hacerlas retroactivas mediante vergonzosas interpretaciones jurisdiccionales. No podían permitir la salida masiva de prisión de cientos de condenados que no han sido debidamente «reeducados y reinsertados». Ése era y sigue siendo el quid de la cuestión, todo el sistema penal y penitenciario al servicio de un sistema político cuyos fundamentos no han sido legitimados, al menos en Euskal Herria.

Pero, sin llegar al ejemplo del llamado «delincuente por convicción», reparemos en cualquier otro delincuente común. Si un reo es condenado por un pequeño hurto y otro por uno o múltiples asesinatos, cabría pensar que funcionaran las tradicionales teorías penales y penitenciarias relativas, es decir, la prevención especial -castigo al culpable- y la prevención general -aviso a futuros infractores- y que el cumplimiento de la pena estara en consonancia con la gravedad del hecho. Nada más lejos de la realidad. Mientras la ola de indignación de «las madres de la droga» ocupó espacio en los medios de comunicación la respuesta punitiva fue incrementándose hasta extremos grotescos. Hoy solamente cumplen condena por estos hechos pequeños camellos o emigrantes sin papeles. Otro tanto acontece hoy en día con los denominados delitos de «violencia de género» o «contra el tráfico». Grandes olas punitivas que como vienen se van, eso sí, por la puerta de atrás, para que no se vea: a través de terceros grados, convertidos en la práctica en libertades condicionales. Se levantan meditadas campañas mediáticas que pretenden y logran asustar y desviar la atención del contribuyente, y que consiguen mantener en prisión a pequeños infractores hasta que cesa la «alarma social» que ellos mismos generaron, pero los grandes infractores, hoy como antaño, consiguen eludir muy fácilmente la Institución Total.

Basta con presentar los «avales» necesarios y la sumisión al poder como bandera y método para obtener un rápido «tercer grado», modalidad a la carta. Y en cierto modo tienen razón cuando aducen que ellos están perfectamente reinsertados. ¡Cómo no! «Solamente» estafaron a Hacienda, o cementaron la costa sin permisos, o tuvieron un arranque de ira cuando asesinaron a la esposa. Pero ellos, naturalmente, no impugnan las normas. A veces, es verdad, las incumplen, pero esas normas son muy necesarias para que la maquinaria de explotación y especulación, de la que se aprovechan, siga su ritmo. Nada que ver con el decididamente rebelde, aquel que no «pisa moqueta» ni gusta del ditirambo aceitoso al agente de la autoridad. Ése, por ello mismo, representa el elemento a reinsertar, ¡como sea!, Esto es, cumpliendo íntegramente la condena si fuere preciso, por insignificante que sea el hurto cometido. Esa es la ley no escrita del sistema punitivo.

Añádase a ello el inusitado interés de ciertas empresas del sector de la seguridad en la construcción de penales y entenderán cómo se ha llegado a más que duplicar la población reclusa en tan solo 20 años ( 33.000 presos en 1990 y 75.000 en 2009). Sólo del año 2000 al año 2008 se incrementó en un 63%. Decididamente, la prisión se ha convertido en un negocio. Uno más, y somos conscientes de que para la burguesía no hay negocio malo si reporta dividendos, ya sean las cárceles o los anuncios de prostitución, tanto da en los muy católicos como en los no menos progresistas diarios.

Un dato más. Es destacable el incremento de «programas psicológicos» en las prisiones. Cualquier persona sensible con los desmanes del poder advertirá aquí la misma pretensión de sumisión al statu quo que decíamos antes. Si en las décadas del ominoso régimen se hacía uso no infrecuente de la psiquiatría con ciertos delincuentes -homosexuales, prostitutas, vagos...- ahora se ha sustituido aquella arcaica figura por la moderna imagen del psicólogo, pero el fin pretendido no ha variado, sustancialmente. Otro fenómeno no menos inquietante, en conexión con lo que antecede, es la sustitución operada de psiquiátricos por prisiones. No menos del 20% de la población reclusa padece serios trastornos mentales, pero eso a casi nadie importa, y es preferible dejar que un enfermo mental delinca para no tener que abordar un ingreso psiquiátrico involuntario. La hipocresía se enseñorea por estos lares más que en ningún otro lugar.

En fin, si a todo ello unimos el sorprendente interés por la cuestión penitenciaria que muestra esa plaga de ONGs, tan alejadas de lo gubernamental cuanto las generosas subvenciones que perciben se lo permiten, y es muy poco, llegaremos a la única conclusión políticamente correcta: todo el engranaje punitivo penal y penitenciario no es otra cosa que una enorme mentira, donde unos penan porque se mantienen insumisos o no tienen medios mientras otros medran porque sabían demasiado acerca de las cloacas del sistema o simplemente viven del mismo opíparamente.

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