La cuesta sitúa la acción de «Los condenados» treinta años después del origen de unos hechos no aclarados con el devenir del tiempo, pero, cinematográficamente hablando, han pasado diez años más desde que Bertolucci adaptara el relato de Borges «El tema del traidor y del héroe». En su época, la película «La estrategia de la araña» fue muy discutida, claro que, comparada con este pálido y tardío reflejo del debate ideológico y moral que planteaba, emerge de nuevo ante nosotros como una inalcanzable obra maestra. Borges utilizó como referencia la revolución irlandesa, mientras que el de Parma prefirió evocar a los partisanos caídos durante la II Guerra Mundial. Por su parte, Lacuesta opta por esa ambigüedad ambiental que tanto se lleva, sin dar datos suficientes para pensar en la dictadura argentina con todas las consecuencias, por lo que sólo se llega a reconocer un periodo borroso relacionado con la guerrilla en Latinoamérica y la década de los 70.

A partir de ahí todo el despliegue discursivo de «Los condenados» suena hueco, por carecer de base y fundamento políticos. Los diálogos son redundantes, puramente retóricos, al no haber el más mínimo propósito de sacar conclusiones aprovechables de semejantes peroratas. No me sirve el cuestionamiento planteado desde la distancia histórica, porque todos aquellos que lucharon y murieron por sus ideas merecen un respeto, más allá de las lógicas divisiones y enfrentamientos internos. Falta la verdadera reflexión sobre la violencia a la que lleva la paradoja del traidor que se convierte en héroe mediante la muerte a manos de sus propios camaradas. La palabra no es el mejor medio para entender a los activistas y sus métodos, e Isaki Lacuesta se olvida del poderoso lenguaje icónico del que siempre hizo gala el cine militante. Decepciona en su paso del documental creativo a la ficción, salvo en el prólogo con imágenes nocturnas en las excavaciones, como único momento en el que saca a relucir su extraordinario talento visual.