CRíTICA teatro
Destrucción
Carlos GIL
El mal se oculta en un laberinto de nociones sobre objetivos superiores. Cuando alguien vive en el fundamentalismo de tener una misión salvadora de los demás, puede acabar convirtiéndose en un monstruo. Seres atentos, sociales, que en su doble vida son execrables torturadores, asesinos, violentos.
Esta obra de Carlos Be nos muestra un ser en estas condiciones, un discreto servidor de un estado totalitario que trabaja para sus servicios secretos y que se dedica a perseguir y eliminar a quienes intentan abandonarlo. Si esta función es de por sí demoledora, desde el análisis ético o político este ser acumula patologías, su destrucción no es solamente externa, objetivable, sino que ejerce una locura de mayor violencia, apoderándose de la hija de una de las familias que ha eliminado. El horror, en sus formas, en las justificaciones que esgrime el torturador, porque si algo tiene el texto es que fija la mirada en ese ser desde todos los ángulos, no lo juzga, lo muestra para que el espectador tome su postura.
La obra es de alto nivel de exigencia y este montaje se mueve en un posibilismo escénico que nos deja ver solamente una parte de sus valores. Lo esencial, el núcleo central se visualiza, falta lograr que en toda la parte de contraste, la taberna, se alcance la misma intensidad para que la propuesta estética alcance unas valores más constantes. El equipo actoral defiende la puesta en escena que, en sus limitaciones presupuestarias, aplica soluciones imaginativas y consigue crear la tensión, la angustia, descifrar las claves de esta destrucción humana.