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Análisis | Crisis política hondureña

Honduras: Los fantasmas de la república oligárquica

 Si algo ha puesto de relieve la crisis de Honduras, más que la debilidad de los movimientos sociales ha sido el autoritarismo en el que sigue anclada la derecha. Ante un intento reformista, la élite recurrió a la estrategia del miedo, alertando sobre la introducción de «ideas y modelos extranjeros».

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Asier ANDRÉS Periodista

El periodista Asier Andrés analiza el fuerte peso de la derecha y de la oligarquía en Honduras cuya ideología, afirma, «les impidió de nuevo, entender la naturaleza de su sociedad, condenada, por su propia estructura, a los conflictos cíclicos».

La Federación de Entidades Privadas de Centroamérica y Panamá (FEDEPRICAP) es la asociación que aglutina a las organizaciones patronales del istmo centroamericano; un selecto club ultraconservador que normalmente sirve de plataforma política para las más poderosas familias de la región. Hasta ahora su papel se había limitado a contrarrestar el discurso de los que consideran «enemigos del progreso», promocionando los tratados de libre comercio o la explotación de recursos naturales. Sin embargo, los comicios en Honduras del pasado domingo les han servido para lanzar una nueva faceta de la organización: la observación de elecciones.

Ante la ausencia de las organizaciones que habitualmente cumplen esta función -la Unión Europea o la Organización de Estados Americanos (OEA)-, el sector privado centroamericano decidió hacerse presente en los comicios para certificar si fueron o no transparentes.

A la cabeza de la delegación estuvieron los enviados de Guatemala, con fama de ser los más conservadores entre los conservadores. Su líder, Jorge Montenegro Pasarrelli, sonrió para las fotografías, abrazó a los candidatos y, por su puesto, anunció que todo había transcurrido dentro de los más estrictos estándares democráticos.

La legitimidad con la que han querido revestir los empresarios al proceso electoral es quizás uno de los mejores síntomas de la unidad que ha propiciado el golpe de Micheletti en toda la derecha centroamericana. Convertido en un héroe para los grupos oligárquicos, el presidente de facto se ha ganado innumerables elogios de la élite; pero uno sobre todo; haber sido el primer político en Centroamérica en haber contenido el avance del «chavismo».

Para gran parte de la derecha de la región, esta es la interpretación inequívoca de todo lo que ha ocurrido en Honduras desde aquel 28 de junio en el que el presidente Manuel Zelaya fue expulsado a la fuerza del país. No hay en esta versión ni rastro del auge de los movimientos sociales o del hecho de que Zelaya pudiese estar canalizando el malestar ciudadano contra un sistema político bipartidista cerrado y una economía dominada por oligopolios familiares cargados de privilegios.

La simplificación de la historia no es nueva en la región. De hecho, todavía en la actualidad, al escuchar la visión que ofrecen militares y empresarios de las guerras civiles de los años 80 en Centroamérica, todos coinciden en afirmar que todo se debió a una imposición de la Guerra Fría. «La insurgencia fue producto de las ideas cubanas y las armas soviéticas, los gobiernos sólo se vieron obligados a responder», reza esta versión.

Esta forma de interpretar los hechos, que niega a la población local la capacidad de elaborar sus propias ideas y que asume que las sociedades centroamericanas serían un remanso de paz si no fuese por las «ideas extranjeras», se ha mostrado tan vigente como en las épocas más oscuras del anticomunismo.

Honduras, a diferencia de sus vecinos, no vivió una guerra civil en la última parte del siglo XX. Sí existió la represión, sin embargo, el movimiento revolucionario nunca llegó a ser vigoroso y fue exterminado antes de que comenzasen los gobiernos civiles en 1982.

El hecho de que en el país nunca haya existido una izquierda fuerte, ha permitido que los grupos hegemónicos nunca se vean en la necesidad de modificar su sistema de dominación, ni sus esquemas ideológicos.

La figura del presidente Hugo Chávez les ha venido como anillo al dedo. Pero ¿hasta qué punto los temores al «chavismo en ascenso» son reales?

El analista y periodista hondureño Manuel Torres Calderón, afirma que el golpe ha ido mucho más allá de la expulsión de Zelaya y que se ha tratado «de un nuevo intento de los sectores más conservadores y privilegiados por desconocer la necesidad de cambio en una sociedad tan desigual y autoritaria».

Para el experto, la contradicción que dio pie al golpe nada tiene que ver con el enfrentamiento entre chavistas y antichavistas, sino que tuvo su origen en la emergencia de un líder carismático -Zelaya- que desafió el estricto sistema bipartidista en torno al que se estructura la sociedad hondureña.

La incorporación de Honduras al ALBA, la alianza continental que promueve Venezuela, fue respaldada por el propio Micheletti, que como presidente del Congreso votó a favor de la adhesión, junto con todos los disputados que le son fieles. Los sectores más derechistas del Partido Liberal no percibieron que Zelaya fuese una amenaza por su alianza con Chávez si no por su voluntad de construirse una base social al margen del partido y abrir la posibilidad de una Asamblea Constituyente.

Según la economista del Centro de Documentación de Honduras, Leticia Salomón, la Constitución que rige al país desde la transición democrática en 1982, fue un «pacto de hierro» entre dos fuerzas políticas y sus respectivos aliados de la empresa privada, que desde entonces se han repartido el «botín del Estado» y que no van a tolerar que ese estatus quo sea modificado.

Si bien Zelaya no llegó a alterar sustancialmente este sistema, su voluntad de modificar la Constitución precipitó el golpe. A ello se sumó su alianza con los movimientos populares y sindicales y su discurso marcadamente antioligárquico. Como explica Torres Calderón: «fue un golpe preventivo contra el riesgo que implicaba que la semilla de la confrontación ideológica y de clases fuese sembrada en Honduras».

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