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El belga Van Rompuy se cuela en la escena internacional en cuclillas

La ceremonia de ayer en la capital portuguesa sirvió para oficializar la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Uno de los principales cambios que trae este texto es la creación de las figuras de presidente permanente de la UE y la de Alto Representante de Relaciones Exteriores. La designación del belga Van Rompuy y la británica Ashton para dichos cargos ha levantado muchas ampollas, ya que son prácticamente desconocidos y se les achaca falta de experiencia.

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El primer presidente de la Unión Europea y su nueva «ministra» de Relaciones Exteriores dieron ayer sus primeros pasos tras la aprobación del Tratado de Lisboa. Pasos pequeños y discretos, pero con un gran desafío por delante: desmentir y demostrar a todos sus detractores que disponen de las facultades para desempeñar el cargo.

La británica Catherine Ashton asumió la función de Alta Representante de Relaciones Exteriores, reemplazando al español Javier Solana, en medio de multiples críticas que consideran que el puesto le queda demasiado grande a esta política sin experiencia. Estos dos nuevos cargos constituyen la principal innovación del Tratado.

El texto, heredero del proyecto de la Constitución Europea que nunca vio la luz, está diseñado para tratar de agilizar la toma de decisiones en bloque, reforzar los poderes del Parlamento de Estrasburgo y dar a la Unión una mayor visibilidad en el mundo.

El primer ministro sueco, Fredrik Reinfeldt, cuyo país ejerce la presidencia rotativa de la UE, se refirió a «una nueva era» para el bloque, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y la creación de ambos puestos. No obstante, Reinfeldt mantendrá la presidencia rotatoria hasta finales de año. Después, esa figura desaparecerá.

Una sola voz

«La UE será capaz de hablar con una sola voz en la escena internacional», celebró, optimista el presidente de la Comisión Europea, el portugués José Manuel Durao Barroso.

La ambición del Tratado parece haberse contradicho con la elección del tándem elegido por parte de los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, quienes según algunos habrían sacrificado un liderazgo fuerte del bloque por mantener el peso de sus países en la toma de decisiones.

Van Rompuy será «un presidente encargado de acercar los puntos de vista. Su papel se limitará a la influencia» sobre los líderes de los 27, estimaron los profesores Thierry Chopin y Maxim Lefevbre en un estudio publicado recientemente por la Fundación Schuman.

El propio Van Rompuy, un democristiano flamenco muy respetado en Bélgica, parece decidido a permanecer en ese perfil de moderador en la sombra en el que lo han enmarcado. «Mis palabras clave serán continuidad y coherencia», señaló ayer en Eslovenia.

«Es importante para mí tener en cuenta los intereses y las sensibilidades de cada uno», insistió un poco más tarde en Roma antes de viajar a Lisboa para asistir a la ceremonia que marcó la entrada en vigor del Tratado.

Berlusconi puso en un brete al nuevo presidente al defender ante él su idea de «una defensa común europea». De paso, aprovechó la ocasión para lanzar una puya a Van Rompuy, que llegó con una hora de retraso: «comienza bien usted».

La defensa común europea, y la creación de un «ejército europeo» promovido por Roma es un arma arrojadiza para muchos países, como Gran Bretaña y Dinamarca, rigurosos en los asuntos de soberanía nacional.

Aún así, recientemente reconoció su visión «federalista» de la construcción europea, sin ser un «fundamentalista», pero sobre ese punto le aconsejaron de inmediato mostrarse prudente para no incomodar a los Estados celosos de sus soberanías nacionales.

Ashton, por su parte, asume el puesto de Alta Representante de Relaciones Exteriores con unas prerrogativas reforzadas respecto a su predecesor y acompañadas por un vasto servicio diplomático europeo.

«No parece responder al perfil ideal de ministra europea de Relaciones Exteriores. No conoce las cuestiones diplomáticas y jamás se ocupó de una función ministerial en su país», destacaron Chopin y Lefevbre.

A ello se le suma la dificultad que tendrá para imponerse a las capitales más reacias a ceder su influencia diplomática, como París, Londres y Berlín. «La idea de confiar la diplomacia de Europa a Inglaterra, que no quiere en ningún caso una diplomacia europea», se asemeja a «una caricatura», lamentó el ex primer ministro francés Michel Rocard.

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