Bagdad conoció ayer una nueva jornada sangrienta, consecuencia de la explosión casi simultánea de cinco coches bomba que costó la vida a al menos 127 personas y elevó hasta el medio millar el número de heridos. Diversos edificios gubernamentales se convirtieron en los principales objetivos de un violento ataque que, una vez más, pone en evidencia que la inestabilidad sigue dominando el país a pesar de los esfuerzos por maquillar la realidad política de un Gobierno que habla de normalidad en clave exclusivamente propagandística.

Coincidencia o no, los atentados se producían 36 horas después de que el Parlamento iraquí aprobase una nueva reforma de la Ley Electoral, y el mismo día en que el Consejo Presidencial convocaba elecciones generales para el 7 de marzo. Los ataques venían a confirmar los interesados presagios de los analistas militares estadounidenses, que ya habían alertado del riesgo de un incremento de la violencia a medida que se acercase la cita con las urnas y que, poniendo la venda antes de la herida, advertían de un hipotético aplazamiento de la evacuación de las tropas norteamericanas de combate, previsto para el próximo año, como paso previo a una retirada militar total a finales de 2011.

Tras un mes de noviembre de relativa «tranquilidad» y con el menor índice de víctimas desde la invasión estadounidense en 2003, las autoridades iraquíes se habían apresurado en las últimas semanas a pregonar que la seguridad en el país estaba bajo control. El reguero de sangre que ayer corría por las calles de Bagdad desnudaba lo precipitado de estos mensajes y descartaba definitivamente que el proceso electoral, por sí solo, pueda tener un valor sólido para colocar al país en el camino de un proceso de solución política. Es más, las primeras reacciones registradas ayer hacían temer que los atentados, lejos de llamar a una profunda reflexión sobre el futuro del país, vuelvan a convertirse en simple arma arrojadiza en la pugna electoral.