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Xabier de Antoñana Chasco Alumno de IKA

Vigésimo aniversario

Que nadie necesite repetir «es de admirar el ser abertzale en la Ribera». Y poco cuesta añadir «abertzale y euskaldun». En eso estamos, en aprender el euskera a toda costa y a cualquier edad. Ésta es la mejor celebración

Los años discurren sin paraderas ni valladares por la acequia del existir, gotas, cada uno de ellos, de agua que van rebosando el aljibe de la existencia, crueles, que caen a la noche sin duelo ni dolor, un escozor no más, nada, que a las doce en punto de la noche el reloj de la torre se empeña, tozudo, en continuar tañendo las campanas que sus engranajes, centenarios, mueven en un carraspeo incesante, dejando atrás el día que ya es difunto.

Hemos cumplido 20 años, veinteañeros, nadie pudo imaginárselo, que nadie podía laborear este erial donde el euskera agonizaba bajo tormones de incultura sin poder ni tan siquiera lanzar un grito de socorro, enterrado bajo la negra losa de la opresión y el maldito «habla en cristiano» que tantas lágrimas amargas hizo verter por causa de la torpeza y la sinrazón. El euskera yacía proscrito y proscritos sus hablantes.

Una interminable mordaza lingüística extendía sus tentáculos represores desde Oion hasta el Adur y desde Kortes a Balmaseda. No había opción. Dura «escuela nacional», sangría de la vieja lengua de los navarros, que había sido nuestra, de nuestros antepasados, y nadie tenía derecho a arrebatárnosla, arrancarla hasta del sustrato en el cual se encontraba aletargada. Al fuego del infierno junto a las tapias del camposanto por decir «agur», que acaeció en tantos pueblos y ciudades de esta Euskal Herria nuestra que se niega a la extinción.

Y los resistentes comenzaron a organizarse y a soñar. Abrieron los brazos y la imaginación hurgó por los atajos y senderos de la utopía hasta encontrar oasis donde pudieran plantar sus reales y comenzar a trabajar, a enseñar un idioma que por aquel entonces sonaba a música celestial en nuestro código y que le llamaban «vasco» y «vascuence». La palabra aquella de «euskera» se nos hacía muy cuesta arriba. Eso de «euskera» nos resultaba una palabreja extraña, «la lengua de los vascos».

Y se iniciaron las clases, organizaron cursos y festivales, primero a salto de mata entre un rastrojo de zancadillas y luego en locales que los ayuntamientos les fueron cediendo gratis a aquellos primeros profesores y profesoras, auténticos misioneros de nuestra lengua madre, que lo demás era un parche, un pegote, obligados a aprender y usar bajo la ley del más fuerte, el látigo del «aquí mando yo».

A fuerza de muchos sinsabores y trabajo y txosnas y sacrificios económicos, duros andares en aquel oasis, IKA logró echar raíces por estos lares mugantes con las gentes de la margen derecha del Ebro. Se desparramó por todos los rincones y luchó contra viento y marea por hacer fructificar la semilla que esta resistencia pacífica sementó en aquellos tiempos con el arma de la palabra.

Y entre todos, codo con codo, ikastolas, euskaltegis y quienes en la sombra tanto arrimaron el hombro para no condenarse a perecer, a fin de lograr que el euskera fuese al día de hoy algo normal por estos pueblos de la Ribera y Rioja Alavesa y ya nadie tenga que ordenar, con la daga al cinto de la ignorancia, «habla en cristiano».

Que nadie necesite repetir aquello que me decía Telesforo Monzón: «Es de admirar el ser abertzale en la Ribera». Y poco cuesta añadir «abertzale y euskaldun». En eso estamos, en aprender el euskera a toda costa y a cualquier edad. Ésta es la mejor celebración, digna de festejar con el placer de la labor realizada con gusto y ganas, poniendo el máximo afán en conseguirlo sin fallos ni galbana, incluidos nuestro gobernantes, éstos con más razón sin remilgos ni escatimos dinerarios.

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