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Antonio Alvarez-Solís periodista

Alquimia del lenguaje

El término «sostenible» es uno de los que los dirigentes de una cultura que ha quebrado suelen utilizar para mantener un conjunto de normas y leyes «para embarullar la capacidad intelectual del ciudadano e intentar engañar desviando la atención pública de los verdaderos problemas», según el autor. Éste apuesta por el concepto de «sostenibilidad como posibilidad» que ocasione un gran cambio en lo social, económico, financiero e institucional. Un gran compromiso.

Cuando se quiebra la estructura cultural, lo primero que se agrieta es el lenguaje. Y de inmediato los dirigentes de esa cultura entran en una febril actividad para parchearlo con adjetivos, adverbios y otras herramientas lingüísticas que enmascaren las brechas a fin de que el ciudadano del común no repare en la ruina de la armadura que parece sostener todavía lo cotidiano. Para justificar la epidérmica e inútil reparación del dramático estropicio, los dirigentes de la debacle cultural acostumbran en cada ocasión a echar mano de un concepto siempre sospechoso de ocultar alguna cosa grave; así, hablan con absoluta desenvoltura de contribución a la modernidad, que precisamente ellos representan. Una modernidad de apropiación, no de distribución.

Uno de los términos que transfiere olor a muerto es el de «sostenibilidad». Si uno echa mano de diccionarios o cualquier tipo de léxicos, la definición que dan de la sostenibilidad es parca y expresiva. María Moliner dice que «sostener es estar debajo de una cosa evitando que se caiga». O sea que se refiere a apuntalar lo ruinoso o, al menos, aquello que ya no tiene fuerza propia para tenerse en pie. Por su parte el Diccionario de la Academia Española dice de sostén o sostener, que es igual a «sustentar; a mantener firme una cosa». Como puede observarse, un derivado de sostener que es sostenibilidad o sostenible se refiere en cualquier caso a un horizonte de acabamiento. Incluso recurriendo al diccionario académico, su cuarta acepción de sostén tampoco anima nada: «Sostén.- Prenda de vestir interior que usan las mujeres para ceñir el pecho», con la intención que puede suponerse.

Dicho lo anterior, ¿qué quiere decir, por tanto, que se está elaborando una economía sostenible? ¿Se trata de una economía nueva, en cuyo caso se denuncia el largo y escandaloso mantenimiento de la economía actual como economía inservible, o más bien estamos en la pura entibación o apuntalamiento de la presente para darle ese cierto aire de seguridad que se pretende para las galerías mineras? Optar por el primero o el segundo punto de vista no es fácil. En primer lugar, parece obvio que inventar una nueva economía constituiría un acto revolucionario, ya que toda innovación económica precisa un voluminoso acompañamiento cultural de instituciones, procederes y poderes con semillero diferente. Una economía nueva debería ser contraria a la actual para ser válida. Es decir, habría de basarse en una propiedad colectiva de los grandes bienes de producción y de los bienes fundamentales -el suelo, el vuelo, las energías naturales-, en una instrucción igualitaria desde el inicio de la primera enseñanza, en un mecanismo financiero ajeno a toda apropiación particular, en una expresión constitucional muy abierta y dinámica, en una representación política muy escalonada y revocable en sus diversos escalones, en una justicia verdaderamente administrada por el pueblo, en un comercio sin obstrucciones intermediarias... Todo esto constituiría una economía, una moral, una ciudadanía sostenibles dinámicamente, puesto que se evitaría la creación de plusvalías apropiables y amortizadoras, ya fuesen materiales o intelectuales.

En cuanto a la segunda opción de «sostenible», referida aquí a la economía, esto es, la lograda con estucamientos, entibados y trabazones de diversa índole, amén de unas ciertas manos de pintura, no parece de modo alguno que indujese un giro moral de 180º, que es lo que parece necesitar el mundo. Cualquiera medianamente instruido sabe que el ser humano y una serie de moluscos tienen un aparato reproductor perfectamente arraigado en la roca, lo que exige arrancarlo de cuajo cuando se quiere que la especie, la tierra y la mar den otra cosa. Llevando la reflexión a lo concreto, uno duda de que una riada de normas y leyes puedan crear un ámbito social más íntegro y sano si no se cambian las decisiones de funcionamiento y la propiedad de los poderes. Es más, esa riada normativa, que constituye ya un verdadero tsunami, sólo sirve para embarullar la capacidad intelectual del ciudadano y para distraer la atención con algo parecido a lo que se logra con el lanzamiento de señuelos o blancos falsos cuando se quiere engañar a la artillería contraria o, en el terreno político, desviar la atención pública de los verdaderos problemas concentrándola sobre cuestiones como el terrorismo o la violencia, lo que ahora es tan frecuente. Por ejemplo, las cien mil decisiones tomadas o, lo que es más grave, simplemente anunciadas, para construir una economía sostenible no pasan de constituir una logomaquia basada en la solemnidad que parece tener el benéfico propósito de sostenimiento de algo, como si la insania que ha creado la crisis fuera fruto de un puñado de comportamientos desviados y de una mala y abusiva práctica corregible por gobiernos inocentes que se equivocan, pero no engañan. La sociedad no puede cambiar si no cambian los individuos, pero los individuos no cambian si no lo hace la sociedad. En los periodos revolucionarios sociedad e individuos se funden en un mismo lenguaje.

Lo sostenible puede aparejar, además, otro desequilibrio del pensamiento. Sostener viene a ser lo contrario de crear. Sostener equivale a insistir en idéntica postura o a dinamizarla artificialmente, en el caso que nos ocupa, por el mismo carril que llevó la situación social a su descarrilamiento. Una sociedad que decida anclarse en lo sostenible sin cambiar radicalmente sus objetivos de existencia corre grave riesgo de quedarse sin futuro. Si hay algo que esté desarticulando la vida española es precisamente lo que está siendo sostenido a pesar de la herrumbre que la hace chirriar: la Constitución. Lo sostenible niega la invención y toda audacia moral que abra la puerta del horizonte. España no necesita una economía sostenible en términos capitalistas -una frase más cultivada en el jardín de bonsáis de La Moncloa-, sino una economía humanitaria y una vida política capaz de superar lo que la llamada hidalguía española conservó como su mejor tesoro: una mentalidad rural y una apuesta por valores que constituyen ya una verdadera caricatura, si es que en alguna otra época sirvieron para otra cosa.

Para que el mundo sea sostenible, y aquí acepto ya una acepción del concepto de sostenibilidad como posibilidad, como continuidad, es preciso una nueva jerarquización y racionalización del consumo, una aceptación de valores colectivos entre los que figure un nuevo sentido moral del trabajo, una técnica a escala humana y sometida al trabajador, una nivelación internacional de posibilidades, una ciencia sin exclusiones, unos derechos celosamente respetados, un aparato financiero que indague las necesidades y no que las rehúya, unas instituciones políticas que vivan en la calle... Un mundo así es realmente un mundo sostenible. Pero ¿se habla de todo eso cuando se nos invita a creer en la sostenibilidad sin cambiar de raíz las razones rectoras de la existencia? Ahí radica el gran compromiso. Un compromiso no para vivir menos sino para vivir más, con una confortabilidad en que las cosas ya no seamos nosotros mismos.

Es preciso recuperar la dimensión humana, acercarnos otra vez a nuestras posibilidades, recuperar la moral del trabajo empapado de humanidad. Y todo eso no se logra manteniendo un gigantismo en que los alienados estén orgullosos de su propia alienación. Parece que el progreso sostenible demanda un audaz paso atrás repleto de futuro. O entendemos la paradoja o la masacre proseguirá.

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