Esther Lakasta Perez-Ilzarbe Compañera de preso político vasco
Jesús Lezaun y una jefa de servicios
A la pregunta de si ella dejaría que sobaran a sus hijos contesta con prepotencia «pero mi marido no está en la cárcel». Al parecer, tener al padre preso es suficiente motivo para ser castigados
El fin de semana pasado dos hechos me han removido profundamente. Uno, la muerte de Jesús Lezaun, pariente y también referente importante en mi ideología y en mi vida. Otro, el empecinamiento de los carceleros de Valencia II, que nos han querido cachear con palpación a mis hijos de 2 y 8 años, y a mí para poder abrazar a su aita, mi pareja.
Hace unos cuantos años un grupo de personas llevó a cabo una huelga de hambre indefinida en el Seminario de Iruñea, el mismo seminario del que Jesús Lezaun fue rector hasta que lo destituyeron como represalia por su postura abierta contra la línea oficial de la Iglesia. Con aquella iniciativa ese grupo de personas quería llamar la atención sobre la situación de los presos políticos vascos, la vulneración de sus derechos, denunciar la dispersión y sus consecuencias para con los presos y allegados, y sobre todo pedir el compromiso de todos los agentes sociales para acabar de una vez por todas con la dispersión.
Hoy, catorce años después, la situación de los presos políticos vascos es aún más preocupante; el colectivo ha aumentado en más de cien personas, hoy hay en la cárcel gente por delitos tan graves como reunirse, ser de Batasuna o denunciar la tortura y la dispersión, o participar en la gazte asamblada de su pueblo. Hace catorce años, gracias a la activación social y al trabajo de mucha gente, y gracias también a iniciativas como la huelga de hambre de esas personas, algunos presos con enfermedades incurables fueron excarcelados. Hoy en día, sin embargo, mantienen a Juan José Rego, de 71 años, esposado a la cama de su celda, con una lista de enfermedades graves, cada una de las cuales es ya motivo suficiente para su excarcelación. Presos y presas con la condena cumplida cumplen cadena perpetua gracias a la llamada «doctrina Parot», hoy vuelven a ser noticia las palizas, los traslados como castigo...
En aquellos días del Seminario, un grupo de familiares aprovechamos la visita del entonces obispo Fernando Sebastián al centro para pedirle que pasara a ver a los huelguistas que estaban allí mismo. Se negó, pero aprovechamos la ocasión para decirle si le parecía cristiano el castigo añadido que suponía la dispersión para los familiares. Sebastián, por la tangente, contestó «pero yo no llevo pistolas». Contamos este episodio a Jesús Lezaun y él nos ayudó a escribir un artículo en forma de carta abierta al entonces obispo, poniendo en duda su piedad, su humildad y, sobre todo, su ejemplo cristiano.
En un artículo del 10 de junio del año pasado, Jesús decía acerca de las cárceles: «Dicen que los poderes políticos están para emplear las cárceles como instrumentos de regeneración del preso. Eso es una mentira flagrante. Las cárceles y los que se sirven de ellas no están más que para aniquilar al preso, más si es un enemigo político».
No se puede recoger mejor lo que una siente cuando la jefa de servicios dice que los menores también deben ser cacheados con palpación (es decir, manoseados por una carcelera) si quieren abrazar a su aita. A la pregunta de si ella dejaría que sobaran a sus hijos contesta con prepotencia «pero mi marido no está en la cárcel». Al parecer, tener al padre preso es suficiente motivo para ser castigados, además de con recorrer más de mil kilómetros, con un manoseo vejatorio para poderlo abrazar. Tanto el obispo como la carcelera asumen con una naturalidad hiriente que el hecho de ser familiar de preso es suficiente para sufrir un castigo añadido a la pena de no poder estar con aquellos a los que quieres. Desde luego que, de los cuatro ejemplos, me quedo con la dignidad, la valentía, la coherencia y la generosidad de Jesús Lezaun y de los huelguistas del seminario. «Pero yo no llevo pistola» y «pero mi marido no está en la cárcel». Estas dos contestaciones me venían a la cabeza en la autovía de Teruel, ya a la vuelta, desolada por la tristeza de mis hijos y triste por la muerte de Jesús. «No nos quieren a los vascos», añadió de repente mi hija mirando por la ventanilla. Ésta es la conclusión que ha sacado en tres meses y tres viajes. Tiene ocho años.