Luces en la sombra
Iñaki LAZKANO | Kazetaria eta Gizarte eta Komunikazio Zientzien irakaslea
Desde que los críticos de la revista francesa «Cahiers du Cinema» acuñaron el concepto de cine de autor, el alma del cine independiente se ha reflejado en la figura del director. Una película, empero, es el resultado de un trabajo en equipo. Por consiguiente, el concepto de autor no debería circunscribirse a la labor del director. De hecho, la autoría de una obra incluye también a otros muchos profesionales. Los directores de fotografía, sin duda, constituyen el paradigma de ese consciente olvido.
Cuando la cámara no era esclava de la palabra, las películas eran más libres. En esa época se rodaron obras maestras como «Amanecer» (1927), filme con innovadoras técnicas de fotografía e iluminación sublime que consagró a F.W. Murnau, pero que desterró de la memoria la contribución de los directores de fotografía Charles Roshen y Karl Struss. Con la irrupción del cine sonoro, la veta imaginativa de los maestros de la luz fue palideciendo ante el empuje del star system. William Daniels, por ejemplo, se convirtió en el operador cinematográfico sin el cual Greta Garbo se negaba a rodar.
Gregg Toland, en cambio, tomó el testigo de ilustres maestros de la imagen como Karl Freund. Decía William Wyler que cuando Toland fotografiaba algo pretendía ir más allá de las luces, captar los sentimientos. En «Ciudadano Kane» (1941), no sólo dinamitó los patrones formales de los grandes estudios, sino que fue capaz de retratar en imágenes los pliegues del corazón humano. No en vano, solía iluminar el rostro de los actores buscando una mayor profundidad emocional. También para Christopher Doyle -heredero espiritual de Toland- el cine debe ser la expresión visual de una experiencia emocional. Los ralentíes que se congelan, los fondos difuminados y los colores saturados de «In the Mood for Love» (2000) no están al servicio de un efímero esteticismo. La pared de Bangkok que filma con nostalgia Doyle no aparece en el guión, sino en su universo emocional: «Había algo en esa pared, en su soledad, que me desarmó. Tenía un sentido de pérdida». Cuando Doyle se refiere al fin de la teoría del autor, reivindica esas luces que iluminan al director y que se han mantenido siempre a su sombra. Apela a ese estilo visual, más emocional que estético, que impregna la fotografía de los operadores implicados en la creación cinematográfica: «Lo que detesto en una interpretación de jazz son los `solos' educados y brillantes. La belleza nace de la complicidad, y eso es a lo que aspiro».