Desde que John Lasseter es el supervisor de los largometrajes de animación de Disney ha querido dejar clara la diferencia entre los productos salidos de su compañía Pixar y los que responden a la marca creada por el tío Walt. Es por ello que, pese a la moda imperante del 3-D, se ha empeñado en que las películas Disney recuperen su estilo genuino por el que siempre se las ha reconocido. Nada mejor para conseguirlo que volver al sistema tradicional de animación en dos dimensiones, hecho por guionistas y realizadores de la casa. Ron Clements y John Musker han particiapdo en clásicos recientes como «La sirenita» o «Aladdin», lo que les hacía perfectos para el proyecto.

Para atrapar de nuevo la magia Disney había que contar también con un cuento que la tuviera, y la variación hecha por E.D. Barker sobre el clásico de los hermanos Grimm del príncipe que se convierte en sapo venía como anillo al dedo, debido a que está ambientado en la Nueva Orleans de principios de siglo pasado, con su mezcla mágica entre jazz y vudú. Si a esa ambientación le pones la música y las canciones de Randy Newman la propuesta no puede resultar más atractiva, máxime con la revolución añadida de introducir a la primera princesa negra dibujada en los estudios Disney, porque si él se convierte en sapo con su beso, a ella le ocurre otro tanto y se transforma en rana por la igualdad.