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Querella contra Baltasar Garzón

¿Quién le pone el cascabel a un gato que instruye mal, pero sabe demasiado?

Hay quien lo define como «un juez valiente que no ha tenido miedo de bordear la ley, incluso saltársela, en la lucha contra el terrorismo». Eso es decir que no es la primera vez que puede haber prevaricado

Iñaki IRIONDO

Para jueces, periodistas y políticos que conocen los modos de actuar de Baltasar Garzón no es ningún secreto que este magistrado es un mal instructor que se caracteriza, además, por anteponer los fines que persigue a los medios legales para conseguirlos.

«Garzón es un juez valiente, pero no un juez solvente. Instruye mal y ya no está en edad de mejorar». Quien así lo define es Victoria Prego, periodista icono de la llamada transición española y a la que no se le pueden achacar veleidades antisistema. Y añadía: «Todos le han utilizado, así que todos le tienen miedo. Por eso hace y dice lo que quiere y nunca le pasa nada. En el PP y en el PSOE son muy conscientes de hasta qué punto el juez instructor de la Audiencia Nacional ha resultado políticamente muy útil cuando se ha atrevido a hacer a los partidos, y a los sucesivos gobiernos, el trabajo feo que los gobernantes y legisladores durante mucho tiempo no se atrevieron a hacer. Es mucho lo que socialistas y populares deben a un hombre valiente que no ha tenido miedo de bordear la ley, incluso saltársela, en la lucha contra el terrorismo».

Lo que Victoria Prego dice es que, por lo visto, no es la primera vez que el juez prevarica, sólo que, como hasta ahora lo hacía «en la lucha contra el terrorismo», no había tribunal que le recordara -como hace el Supremo cuando ha tratado de revolver en las fosas del franquismo- que «la loable finalidad» no justifica que hiciera lo que le viniera en gana.

Pero Baltasar Garzón es un hombre ambicioso al que le gusta el poder y la notoriedad, sentarse entre los elegidos de la política y el dinero. En 1993 dejó la Audiencia Nacional para presentarse a las elecciones de la mano de Felipe González, dicen que con la pretensión de ser ministro. Lo usaron en campaña para salvar el anteúltimo asalto frente a José María Aznar y después lo orillaron. Su venganza fue directa a la yugular: el «caso GAL».

Entonces fue jaleado por el PP y ensalzado por sus medios de comunicación. Y, de la mano de José María Aznar y Jaime Mayor Oreja, se atrevió con Batasuna, «Egin» y lo que se le pusiera por delante. Y cuando los magistrados de la Sala IV comenzaron a revisar sus casos y a corregirlos, una mano invisible acabó cargándoselos.

Poco importaba que, por su mala instrucción, las más mediáticas operaciones antidroga acabaran desinflándose. Garzón era un héroe que acabó subiendo a los altares cuando procesó a Augusto Pinochet. El PSOE, que aún le guardaba la factura de los GAL, no pudo menos que ponerse del lado del nuevo adalid de los derechos humanos en todo el mundo.

¿En todo el mundo? Bueno, en todo el mundo no. Probablemente los muchos detenidos vascos que han denunciado torturas al pasar por su juzgado ante su absoluta indiferencia no tengan la misma opinión sobre este juez.

El procesamiento del dictador chileno no fue del gusto del Gobierno español. Pero, aupado en aquella ola, Garzón trató de alcanzar el Tribunal Penal Internacional. Como no lo consiguió, en lugar de reconocer que tenía escasos méritos, prefirió culpar a Aznar. Así que se puso a la cabeza de las manifestaciones contra la invasión de Irak y hasta lo colocaron de orador en una de las más multitudinarias, pese a que la naturaleza no le haya dotado de una voz de ésas que enardecen a las masas.

Y alternando entre unos y otros, Garzón se las ha arreglado para salir bien parado de todos los jardines en los que se ha metido. Cuando en 2001 Pilar Urbano escribió su hagiografía -«El hombre que veía amanecer»-, el magistrado fue acusado de revelación de secretos. El Consejo General del Poder Judicial no lo sancionó porque no consideró suficientemente probado que fuera él directamente la fuente de las indiscreciones, pero en una nota recriminó que «se han producido graves quiebras del deber de guardar secreto». Por su libro «Un mundo sin miedo» sufrió idénticas acusaciones.

Las denuncias y quejas que se han interpuesto contra él ante el CGPJ han acabado en absolución, salvo una multa de 300 euros por una actuación que derivó en la fuga de un narcotraficante.

Hay quien apunta a que el CGPJ es un órgano de excesiva dependencia política y que los políticos le temen porque sabe demasiado.

Ahora ha topado con el Tribunal Supremo. Y si bien el motivo es su actuación en la cuestión de las fosas del franquismo -donde acabó dejando tirados a quienes llenó de esperanza- y aunque los querellantes sean asociaciones ultraderechistas, no va a poder vender la idea de que le persigue la derecha. Luciano Varela, el instructor, es miembro fundador de Jueces para la Democracia, fue estrecho colaborador de gobiernos del PSOE y la «mayoría conservadora» le impidió llegar al CGPJ.

Habrá que ver cómo acaba este caso... y el de los dineros del Banco de Santander... y el del Gürtel. Pero algo indica que, si debe dejar la función judicial, será -como se dice vulgarmente- con una patada hacia arriba. Han sido tantos los servicios prestados...

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