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Patricia J. Williams Profesora de Derecho en la Universidad de Columbia

«Corpus Ex Machina»: ¿el final de la democracia norteamericana?

En 1976, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió, en el caso Buckley v. Valeo, que los gastos de dinero constituyen un tipo de expresión protegido por la Primera Enmienda. Las implicaciones de este caso llegaron a un final absurdo y desafortunado con la decisión del 21 de enero de 2010, en el caso Citizens United v. Federal Election Commission. Mientras Buckley permitió que las personas gasten de manera ilimitada en procura de fines políticos, Citizens United reconoce este mismo privilegio a las corporaciones, e incluso algo más.

Es un momento extraño en el Derecho. Por un lado, las corporaciones restringen con frecuencia la expresión de sus empleados o de otra gente bajo su órbita: qué vestimenta pueden vestir, qué leyendas pueden contener sus camisetas o qué mensajes políticos pueden colocar en los carteles de sus cubículos. Por otro lado, la entidad inanimada que es una corporación se beneficiará ahora con una serie de ventajas derivadas de la Primera Enmienda. Estas ventajas no están limitadas por principios basados en el debate o la sustancia, sino sólo por el tamaño de su capital al poner en funcionamiento el dispositivo tecnológico que tenga la mayor chance de barrer a todo el resto.

Por ende, las preguntas que surgen es por qué la «libertad» (como la de discurso) se ha vuelto el equivalente funcional del «gasto» (como el de dinero) y por qué, para empezar, las corporaciones son consideradas «personas».

En primer lugar, la decisión en el caso Buckley ha sido siempre controversial, aunque hasta ahora ha sido interpretada como permitiendo los gastos como una subcategoría del poder expresivo de las personas físicas exclusivamente. No es sólo que una empresa sea no humana. Es simplemente propiedad. Una corporación no tiene un periodo normal de vida, no vota y muchas de ellas son incluso multinacionales. Las corporaciones, incluso las organizaciones sin fines de lucro, se basan necesariamente en la exclusión, en el sentido de que su propia existencia gira en torno a cálculos presupuestarios, ataques de poder competitivos, el mercadeo y la auto-promoción. Una corporación está obligada por sus estatutos a promover el propósito allí designado y ningún otro. No cambia de opinión (su mente es inexistente), no responde con compasión ni siente empatía. Por ende, la «ciudadanía corporativa» sobre la que la mayoría en Citizens United vocifera tan livianamente es una bestia bastante diferente de la ciudadanía fundada en una constitución de individuos con derecho al voto [franchised], basada en un electorado de espíritus unidos en alianza alrededor de un ideal de comunidad, un igualitarismo social, la protección mutua de una nación.

En segundo lugar, quisiera decir unas palabras sobre la historia de las «personas» jurídicas: por más de cien años, a ciertas entidades inanimadas se les ha reconocido el estatus de persona ficta para ciertos propósitos limitados. El concepto nació de la necesidad de las empresas de negociar en el mercado, pero de poder al mismo tiempo ser hechas responsables. Cuando, por ejemplo, una compañía fabrica un producto deficiente y se lo vende, usted puede iniciar acciones legales contra la compañía, y no contra los ejecutivos individuales o sus empleados (salvo que haya existido algún acto de incorrección extrema de su parte). En otras palabras, la compañía es una especie de sustituto jurídico de una persona, y ese estatus se basa en intereses relacionados con la eficiencia del derecho de contratos y de propiedad.

Se requiere la mente más simplista o el estado mental más cínico para concluir, a partir de esta base, que las corporaciones deberían gozar del mismo conjunto de derechos civiles y con fundamento en la dignidad que la gente real, completamente dotada (como en «Nosotros, el...»). La decisión en Citizens United incurre en una petición de principio: ¿para quién es nuestra Declaración de Derechos? ¿Es una corporación realmente un «quién» o un «de quién»? Si el concepto de «persona» pública es lo suficientemente amplio como para involucrar una pluralidad «corporativa» privatizada, ¿no sucede entonces que unos feudos de propiedad apiñados detrás de una fachada de republicanismo «libre» terminan reduciendo el ideal de «Nosotros, el pueblo»? Si, alguna vez la concesión del derecho al voto fue calculada de acuerdo a una métrica tan degradante como «tres quintos de una persona», ¿no confiere esta decisión una desproporción matemática similar, aunque magnificada, sobre las prótesis organizacionales que conocemos como corporaciones?

En 1935, el gran realista legal Felix S. Cohen escribió un artículo maravillosamente esclarecedor, titulado «Transcendental Nonsense» [«Sinsentido Trascendental»], en el que desacreditó (al menos para su generación) la noción de que las corporaciones son personas. Cohen desafió el razonamiento de la Corte de Apelaciones de New York cuando el tribunal formuló la pregunta «¿dónde está la corporación?», en una decisión sobre el lugar apropiado para una demanda legal radicada en el Estado de New York contra la Susquehanna Coal Company (una compañía minera de Pennsylvania). «Nadie ha visto nunca a una corporación», señaló Cohen. «¿Qué derecho tenemos a creer en las corporaciones si no creemos en los ángeles? Ciertamente, algunos de nosotros hemos visto fondos corporativos, transacciones corporativas, etc. (del mismo modo que algunos hemos visto hechos angelicales, expresiones angelicales, etc.) Pero esto no nos da derecho a... suponer que una corporación viaja de estado a estado como viajan las personas mortales».

Cohen denunció un pensamiento semejante como «sobrenatural». Recordó a los juristas que una corporación no tiene realmente un cuerpo con una sola cabeza fija; que puede tener un cuerpo de empleados en varios estados simultáneamente. Y agregó: «Cuando las ficciones y metáforas vívidas de la doctrina jurídica tradicional se piensan como razones para las decisiones, en vez de como dispositivos poéticos o mnemónicos para formular decisiones a las que se arriba por medio de otros fundamentos, entonces el autor de la opinión o argumento, tanto como su lector, está destinado a olvidar las fuerzas sociales que moldean el derecho y los ideales sociales por medio de los cuales el derecho debe ser juzgado».

En Citizens United, la Corte Roberts desplegó un dispositivo poético delirante de este tipo: «prosopopoeya», o una figura discursiva que confiere a una entidad abstracta el poder del discurso. Los señores Snap, Crackle y Pop, por ejemplo [Una serie de mascotas de la marca de cereales Kellogg's]. El señor Gecko Geico [Gecko es la mascota de la empresa de seguros Geico]. Dotar de los atributos constructivos del discurso a tales figuraciones es una empresa imaginativa común de la mente humana. Pero la transferencia de tal poder expresivo siempre está guiada por, y debe ser reconocida como, una ficción al servicio de fines no imaginarios muy específicos. Cuando no exista tal base en el propósito práctico, estaremos humanizando un Gólem. Pensaremos que el Sr. Limpio [Mr. Clean, una marca de productos de limpieza] se dirige a nosotros en tiempo real. Alucinaremos.

© www.sinpermiso.info

Traducción de Juan González-Bertomeu

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