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José Steinsleger (*) escritor y periodista

Cuba: mártir sin aura

Un terremoto acabó con Haití, y otro de gran intensidad estremeció a Chile. En Colombia se descubrió la mayor fosa clandestina de la historia latinoamericana (2.000 cadáveres) y los paramilitares admitieron haber asesinado a 30.000 personas, cifra que la Fiscalía estimó en 120.000 cuanto menos.

En México, las decapitaciones y matanzas de jóvenes son parte del «turismo aventura», sólo que ahora las cabezas vienen desholladas. Y las teleaudiencias de los países «civilizados» ya responden con bostezos a los bombardeos de ciudades abiertas y las masacres sistemáticas de civiles desarmados en Afganistán, Irak o Palestina. ¡Usted elige!

De las tragedias acontecidas en el primer bimestre del año en curso, ninguna más ruidosa que la muerte por inanición voluntaria del ciudadano cubano Orlando Zapata Tamayo, «preso político», «de conciencia», «disidente», «opositor», «delincuente común». Macromediáticamente, resultó la noticia mejor posicionada.

Los comentarios publicados se dispararon en cuatro direcciones: 1) el desgarre de vestiduras del tipo «te lo dije»; 2) los de la izquierda que admiten el drama, y luego te explican cómo funciona el sistema penitenciario yanqui; 3) los refritados del «Miami Herald» y «El País» de Madrid que presentan al muerto como el Nelson Mandela del Caribe; 4) y los del «Granma», en los que Zapata era una suerte de Hannibal Lecter.

Si para hilar fino nos apoyamos en las reflexiones de Michel Foucault («Vigilar y castigar», 1975), sólo resta cerrar filas con los mirlos blancos del humanismo a la carta. En el loquito mundo que vivimos, todos los presos del País Vasco o de Colombia son por definición «terroristas» de la ETA y de las FARC, y toda la población penal de Cuba, sin excepción, lucha en favor de la democracia y la libertad.

En España, por ejemplo, jueces como Baltasar Garzón resultan tan «justicieros» que de un lado libran orden de captura contra los genocidas de América Latina o emprenden la revisión de los crímenes del franquismo, y por el otro legalizan por omisión la tortura en el País Vasco. ¿Que «fuera de España no se entiende»? Es posible: basta con hacerse el sueco y calcular, cuidadosamente, costos y beneficios políticos.

¿Por definición de quién? Mejor no preguntar. De hacerlo, quedaría en entredicho el celo de los grandes medios de comunicación que velan por la verdad, la objetividad, la independencia, la ética y nuestra claridad informativa.

En los informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch (entidades poco amigas de Cuba), donde figuran los famosos 75 cubanos sentenciados en 2003 por conspiración, Orlando Zapata no aparece. Y en el libro «Los disidentes», de Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez (La Habana, 2003), tampoco aparece entre el medio centenar de «luchadores por la libertad» que entre noviembre de 2002 y marzo de 2003 eran agasajados por el embajador James Cason en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana.

Se dice que Zapata fue encarcelado por «... profesar unas ideas que contradecían la línea oficial». Algo de razón hay en esto. En el juicio celebrado en 2003, Zapata admitió que violaba (y no pacíficamente) el artículo 91 del Código Penal y la ley 88 de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba (1996), que castiga con duras penas de cárcel a los considerados culpables de apoyar la política criminal de Estados Unidos contra Cuba a través de la ley Helms-Burton.

¿Irregularidades legales? En España la ley establece: «... serán castigados con la pena de prisión de cuatro a ocho años los que, con el fin de perjudicar la autoridad del Estado o comprometer la dignidad o los intereses vitales de España, mantuvieran inteligencia o relación de cualquier género con gobiernos extranjeros, con sus agentes o con grupos, organismos o asociaciones internacionales o extranjeras» (artículo 592, sección primera del Código Penal).

No hay muerto malo y lo apuntado no explica el suicidio de Zapata. En mayor o menor grado, los sistemas penitenciarios son una mierda. Y cuando un sentenciado oye por primera vez el seco ruido metálico de las rejas a sus espaldas, ingresa en una dimensión de la existencia en la que todo pasa a depender, básicamente, de su conciencia, de su equilibrio síquico, de su moral de resistencia.

Hace un año, el legendario militante antifascista José Ortín Martínez, miembro del Partido Comunista de España (reconstituido), falleció de un infarto al corazón en la cárcel de Fontcalent (Alicante). Tenía 63 años y padeció 25 años de prisión en primer grado. Ortín Martínez fue brutalmente torturado y vejado, y protagonizó 10 huelgas de hambre, algunas de varios meses de duración.

La pregunta es: ¿por qué Washington, la mafia de Miami, el Estado español y la Unión Europea se hallan tan preocupados por la voluntaria muerte del cubano?

(*) Artículo dedicado a Carlos Montemayor.

© La Jornada

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