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Julen Arzuaga Giza Eskubideen Behatokia

¡Aplastad la infamia!

La rotundidad de las tres palabras que conforman el título del artículo sirven a Julen Arzuaga para proponer al lector un viaje a través de la realidad política por la que atraviesa Euskal Herria. Tres palabras que sugieren a la vez rabia y reivindicación, exigencia de «derechos inexistentes, libertades amputadas hasta hacerlas irreconocibles, potestades inherentes a nuestra condición de ciudadanos y ciudadanas reducidas a añicos». Tres palabras que recogen el sentir mayoritario en Euskal Herria y cuyo origen, desvelado al final del escrito, añade mayor sentido, si cabe, a la argumentación del autor.

Palabras de agravio, de impotencia. Un grito que transporta indignación, que clama por el escándalo. Escándalo: la vileza se agazapa en cada recoveco del sistema político a que nos someten. ¿De quién son estas tres palabras, espejo de una rabia imposible ya de contener? ¿Quién las verbaliza? Tal vez las pronunciara alguno de los últimos detenidos, doblegado con todo tipo de tormentos. Con esas palabras tal vez se quisiera referir a las inculpaciones que le han sido arrancadas bajo la bolsa, los golpes, las amenazas y humillaciones constantes. Quizá se hayan asomado a la garganta del arrestado cuando se ha negado, de un manotazo, la veracidad de su testimonio, la única versión accesible sobre lo que sucedió entre él y su custodio en la soledad del calabozo.

Infamia. Se refiere acaso, a las falacias que se han vertido contra los últimos cautivos: la operación de diseño en Ondarroa, comandada desde la flamante División Antiterrorista de Ares, concluye con una extraña amalgama de pistolones de la penúltima guerra, alijos de droga y de detenidos que, aprovechando el viaje, participaban en organismos populares. Más tarde otros serán apresados con documentación falsa, que resultaba ser el EHNA; se interviene material informático con indicaciones para la elaboración de explosivos, en concreto Cloratita, que no era otra cosa que un CD del grupo musical bizkaitarra; se divulga a la opinión pública el descubrimiento de grilletes en la operación de Normandía de los que se deducen secuestros en ciernes... La corte mediática pone sus potentes baterías a plena disposición. El medio no es ya el mensaje, es propaganda descarada. Así, el amasijo de informaciones tendenciosas impide hacer tangible, descifrar lo que realmente hay, lo que es fruto de la todopoderosa «eficacia» policial y lo que, por el contrario, es pura fabricación.

Aplastadla! Quizás el imperativo venga de boca de alguna madre, harta de someterse a todo tipo de penurias y ofensas para ejercer un derecho de preso y familiar: comunicarse. Las condiciones de vida de presos han desbordado hace tiempo el límite de lo inhumano. Alejados, aislados, desatendidos, intimidados... signo inequívoco de que todavía no están sometidos. En su afán de aplastar lo que sienten y piensan los miembros de ese colectivo silenciado, se han designado carceleros para conformar unos fantasmagóricos «Grupos de Control y Seguimiento de Información». Una especie de departamento para-penitenciario que, con métodos fuera de norma y sin ninguna supervisión judicial ha de obtener de los prisioneros «información relevante para la seguridad de la Institución y del Estado». Inclúyanlo en la ya de por sí larga lista de derechos pisoteados que este colectivo pone sobre la mesa con el único método a su alcance: el sacrificio aún mayor de sus condiciones de vida a base de encierros y huelgas de hambre.

Puede que sea la demanda de un observador internacional que se ha asomado a este conflicto, aconsejando pasos en la dirección positiva para revertirlo? ¿Es expresión de su indignación? Ha conocido de boca de Rubalcaba que sea cual sea la posición de la izquierda abertzale ante una violencia, jamás podrá recuperar su legalidad. Esta idea se remacha en la sentencia contra Arnaldo Otegi por su participación en el homenaje a Gatza. Ahora ya no hay planteamientos políticos, solo terrorismo. La palabra está proscrita, por acción y por omisión, por lo que dices o por lo que no dices. No hace falta justificarlo en evidencias, vale el simple prejuicio de los magistrados. En un argumento de doble filo, la Audiencia asegura que Mandela es «un auténtico héroe, que permaneció en prisión por motivos ideológicos». En esas palabras se puede ver reflejado el ahora condenado por idénticas razones ideológicas.

Reclamará, quien sabe, que se acabe con la infamia algún miembro del Comité de Derechos Humanos de la ONU, que tras poner recientemente a caldo a España por su falta de respeto a los derechos civiles políticos más básicos recibía una misiva: «El Gobierno se sorprende de que el Comité, como debería ser de rigor, no reitere que España cumple las obligaciones que le impone el Pacto y que avanza en la promoción y respeto de los derechos humanos». Increíble. ¿Tal vez será porque no cumple? ¿Porque, en vez de avanzar, retrocede? ¿Porque le han pedido ya innumerables veces que reaccione y en su lugar, las autoridades responden con una sonrisa bobalicona?

A lo mejor quien emplea esta locución sea cualquier persona que haya nacido en Hegoalde después de 1960. Este grupo, que asciende ya a los dos tercios de la población con derecho a voto, jamás ha podido expresar su opinión sobre el estatus jurídico que impone la Constitución de 1978. Los más mayores ya se expresaron entonces. Y dijeron que no. El porcentaje de los preguntados desciende un par de puntos en el caso del Estatuto de Gernika, pero asciende al 100% en el del Amejoramiento navarro, que nunca se llevó a contraste popular. Un trágala. Estamos sometidos a antiguos corsés que nadie sabe a ciencia cierta si están avalados por la población. A juzgar por cómo evitan que esta se exprese, deben concitar poco respaldo. Pero lo realmente grave es la mentalidad subyacente: la «democracia» -piensan- se ejerce mejor sin la participación del pueblo. O mutilando atrozmente su cuerpo electoral. La politización es un pecado, una desviación a erradicar. De hecho, hoy, ejercer la política es ya para algunos contravenir una medida cautelar, reincidir en el delito. Tiene «su» lógica. Porque de lo contrario, estar presente como sujeto político, participar de forma coherente, comprometida, lleva irremisiblemente a cuestionar los soportes antidemocráticos en los que se sostiene este sistema.

No hay duda de que el encabezamiento de este artículo es un grito por el que se reclaman derechos inexistentes, libertades amputadas hasta hacerlas irreconocibles, potestades inherentes a nuestra condición de ciudadanos y ciudadanas reducidas a añicos. Quizá sea la expresión que vehiculiza un apego a ciertos principios superiores -Democracia, Justicia, Libertad...- que nos defiendan de quienes dicen gobernarnos. Apego que ellos, sin duda, no tienen. ¡Aplastad la infamia! sí, podría ser el clamor desesperado de miles de personas de este pueblo, trabajadores, estudiantes, parados, jóvenes, jubiladas, inmigrantes, presas...

Podría ser, pero no. Son palabras de Voltaire. Con ellas apelaba a la opinión pública en pleno siglo XVIII para que reaccionara contra la opresión de la nobleza francesa, contra la intolerancia del catolicismo, contra la monarquía despótica. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» era el lema de éstos. Qué actual. En frente, el librepensador francés contraatacaba: «es vital para el género humano que los fanáticos sean confundidos. ¡Oh hermanos! ¡Combatamos la infamia hasta el último suspiro!». Voltaire animó a sus conciudadanos a que se rebelaran ante la opresión del sistema que después se llamó Ancien régime: diez años tras su muerte estalló una revolución en nombre de los ideales que él había defendido, que hacía bandera de derechos y libertades.

No sé si tres siglos más tarde queda algo de todo aquello. Lo que parece evidente es que si no lo reclamamos de nuevo nosotros y nosotras, todo quedará por hacerse.

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