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ANÁLISIS CRISIS POLÍTICA EN TAILANDIA

Pulso por el poder en Bangkok

Las protestas de los «camisas rojas» tailandeses siguen sucediéndose en las calles de Bangkok, mientras el actual primer ministro, Abhisit Vejjajiva, se niega, al menos en el plazo que le exigen, a disolver el Parlamento. El fin de la crisis política no asoma al final del túnel. Los «camisas rojas» , a modo de protesta, derramaron litros de su propia sangre en las puertas de la sede del Gobierno, unas imágenes cargadas de dramatismo que han dado la vuelta al mundo y han vuelto a poner de actualidad la crisis política tailandesa.

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Carlos SARDIÑA Artículo publicado en la web de Rebelión

Estas semanas han tomado las calles de Bangkok decenas de miles de ciudadanos tailandeses para exigir la disolución del Parlamento y el gobierno del primer ministro, Abhisit Vejjajiva, y la convocatoria inmediata de nuevas elecciones. Los «camisas rojas», en su mayoría de las empobrecidas provincias rurales del norte y el noreste del país, han sido convocados por el «Frente Unido a favor de la Democracia y contra la Dictadura» (UDD), grupo de presión creado en 2006 para apoyar al ex primer ministro y magnate Thaksin Shinawatra, dirigido por varios empresarios y políticos afines a éste.

Probablemente, será el propio Thaksin quien realmente dirige y financia al UDD, aunque él lo niega rotundamente y sostiene que es un movimiento espontáneo. Pero el UDD suele fletar decenas de autobuses para transportar a la capital a los manifestantes que viven lejos, Thaksin ha pronunciado discursos por vía telefónica ante grandes congregaciones de «camisas rojas» y esta última marcha se produce pocos días después de que el Tribunal Supremo tailandés haya decidido confiscar gran parte de su fortuna.

Una vez más, las calles de Bangkok se han convertido en el escenario del enfrentamiento que ha dividido a la sociedad y a las élites tailandesas, al menos desde que hace cuatro años un golpe de estado depusiera a Thaksin, el político tailandés más influyente de los últimos años, también desde el exilio en el que vive desde 2006 para eludir las acusaciones de corrupción que pesan sobre él. El político más influyente, claro está, si no consideramos como tal al rey Bhumibol Adulyadej, quien oficialmente se encuentra «por encima de la política».

El éxito de Thaksin se debe a la recuperación económica que experimentó el país durante su mandato (2001-2006), en el que lo gobernó como si fuera una empresa, implantando una serie de políticas económicas encaminadas a descentralizar la economía y aunar el apoyo a una red clientelar de empresarios afines con las ayudas a los sectores más pobres y numerosos de la población, a la que el Gobierno central nunca había atendido y que no se habían beneficiado del espectacular boom económico del que disfrutó el país la década anterior.

Por otro lado, el historial de violaciones de los derechos humanos de la era Thaksin es estremecedor (lo que no ha cambiado demasiado desde que fuera expulsado del poder): en febrero de 2003 emprendió una guerra contra las drogas en la que la Policía asesino a unas 2.800 personas en sólo tres meses. Y sus medidas para solucionar el antiguo conflicto de las provincias separatistas de mayoría malayo-musulmana del sur no hicieron más que exacerbar el problema y sumir esa región prácticamente en un estado de guerra civil: desde 2004 han muerto alrededor de cuatro mil personas a manos de los grupos insurgentes, el Ejército, la Policía y los grupos paramilitares patrocinados por el Gobierno y la Corona que proliferan en la región.

Pero no fue ninguna de esas violaciones lo que precipitó la caída de Thaksin en 2006 ni por lo que le han juzgado. El detonante de los acontecimientos que desembocaron en el golpe fue la venta que realizó en enero de aquel año de todas sus acciones del conglomerado de empresas de telecomunicaciones que él mismo había fundado a un fondo de inversión propiedad del Estado de Singapur. Con aquella transacción, la familia Shinawatra se embolsó alrededor de 1.500 millones de euros libres de impuestos.

Tras la venta, comenzaron las protestas de la «Alianza Popular para la Democracia» (APD), una coalición de grupos opositores encabezada por influyentes empresarios, algunos miembros del Partido Demócrata (actualmente en el Gobierno), y activistas vinculados al Ejército y a la Corte, cuya base popular, los «camisas amarillas», se encuentra mayoritariamente entre la clase media urbana de la capital.

Tras el derrocamiento, el partido de Thaksin, el Thai Rak Thai fue ilegalizado y asumió el poder una Junta Militar encabezada por el general que había dirigido el golpe, Sondhi Boonyaratglin, con la bendición del rey Bhumibol. Algo habitual hasta hacía unos años en un país en el que la intervención del Ejército en la vida política ha sido constante: desde que en 1932 una asonada militar pusiera fin a la monarquía absoluta e instaurase la monarquía constitucional, el país ha sufrido nada menos que diecisiete golpes de Estado. En muchos de ellos, el jefe de Estado tailandés ha desempeñado un papel de vital importancia.

En agosto de 2007 se aprobó por referéndum una nueva Constitución, y en diciembre de ese mismo año se convocaron nuevas elecciones, en las que los dos principales contendientes eran el Partido Demócrata encabezado por Abhisit Vejjajiva y el Partido del Poder del Pueblo (PPP) formado por los partidarios de Thaksin y encabezado por el veterano político ultraconservador Samak Sundaravej. El PPP fue el partido que obtuvo más escaños en el parlamento y, tras formar una coalición con otros partidos, nombró primer ministro a Sundaravej.

Pocos meses después de su llegada al poder, una sentencia del Tribunal Constitucional tailandés expulsó del parlamento a algunos diputados del PPP por corrupción, algo común entre todos los partidos políticos, y cesó al primer ministro por conflicto de intereses, ya que Sundaravej presentaba un programa culinario de televisión y la constitución prohíbe al primer ministro trabajar para una empresa privada.

El Partido Demócrata aprovechó la sentencia para atraer a un grupo de parlamentarios del PPP y formar con los tránsfugas una coalición en el Parlamento que otorgó finalmente el cargo de primer ministro a Abhisit Vejjajiva, un político joven, educado en Oxford, que fue elegido por el Partido Demócrata para dar una imagen lo más moderna y moderada posible.

Los «camisas rojas» y algunos analistas calificaron aquello como un «golpe de estado judicial», acusación que no carece de fundamento. Mientras el tribunal supremo hacía caer todo el peso de la ley sobre los diputados del PPP por delitos de los que no está libre ningún partido y la aplicaba escrupulosamente para expulsar a Sundaravej, ningún líder del APD ha sido procesado jamás por otros incidentes, cuyas consecuencias para el país fueron muchísimo más graves.

El cambio de Gobierno de 2008 consiguió expulsar del poder a los partidarios de Thaksin, pero no supuso una victoria definitiva de sus contrincantes (Thaksin y los «camisas rojas» siguen siendo una fuerza política importante), ni sirvió para resolver un conflicto cuyo fin parece cada día más lejano.

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