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Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV/EHU

La soledad

La soledad se asocia habitualmente al aislamiento, la incomunicación la tristeza... «a la vivencia de un mundo hostil». En ese contexto, la persona se ve abocada al individualismo y la competitividad, «valores propios del sujeto productivo», afirma Aitxus Iñarra en su artículo. Ese individualismo que se potencia, sin embargo, no alimenta el deseo de realización personal, y la tendencia competitiva aumenta la soledad y lleva a ver al otro exclusivamente como contrincante. Por contra, «la soledad se convierte en algo gozoso cuando es aceptada». Un tema actual y una reflexión más necesaria que nunca.

Alguna vez, ¿quién no se ha sentido solo? La soledad, al igual que la relación con el otro, es algo propio de la condición humana que todos conocemos por experiencia, ya que todo el mundo nos hemos sentido solos en más de una ocasión. Por esta razón sabemos que la soledad es una emoción compleja en conexión con otras muy diversas como son la tristeza, el aislamiento, la nostalgia, el miedo; pero también la alegría, la confianza, el sosiego... Sin embargo, la vivencia de esa emoción universal depende en buena medida de las creencias y de la forma de percibir la interacción con los otros.

Son creencias y modo de relación que, aunque están evolucionando de manera acelerada en la aldea global de la comunicación, no modifican sustancialmente la experiencia de la soledad. Más bien la acentúan y extienden los estereotipos del pasado. Porque no debemos confundir el cambio con la aceleración que el modelo socioeconómico actual imprime en nuestras vidas. Un efecto del cual es la decadencia del compromiso vital con el otro, observable en los diversos tipos de relación, sea vecinal, familiar, de amistad o de pareja.

La idea que se trasmite habitualmente sobre la soledad magnifica más los aspectos negativos, creando una representación de ésta como algo no deseable. Es la soledad asociada a la ausencia de compañía, al aislamiento, la incomunicación, la tristeza, y la vivencia de un mundo hostil. Esta manera de vivenciar la soledad que viene acompañada de una sensación de rechazo procede de imágenes que se difunden desde el exterior. Se tiene, asimismo, la impresión de haber perdido los referentes afectivos y simbólicos que unían a los otros, a la comunidad o al grupo, y se siente que los vínculos que existían se han ido diluyendo. Tal es el contexto que deriva al ciudadano a una especie de naufragio solitario, fomentando el individualismo y la competitividad, valores propios del sujeto productivo.

Se potencia intensamente el individualismo, pero se trata de un individualismo que no corresponde, precisamente, al anhelo de desarrollo o realización de la persona. Se trata más bien de un individualismo creado desde la uniformización de los medios, cuya pretensión es trasmitir un modelo de ciudadano homogéneo, normalizado, es decir, condicionado. Algo que ha sido previamente definido, y que disuelve la misma posibilidad real de un individuo diferenciado y consciente. Es decir, un tipo de persona más conocedora de sí misma, que se ocupa en su relación con el otro más en compartir que en sobresalir.

Pero este compartir resulta más costoso en espacios o ámbitos que suscitan modos especiales de sentir la soledad. Así sucede con la soledad del gregarismo urbano, propio de las ciudades, y que crece proporcionalmente al tamaño de éstas. Alexis Tocqueville vio en ese individualismo una especie de soledad cívica. Y escribió al respecto: cada persona se comporta como si fuera una extraña respecto al destino de los demás... Por lo que se refiere a su intercambio con sus conciudadanos, puede mezclarse con ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; existe sólo en sí mismo, y para sí mismo. Y si sobre esta base sigue existiendo en su mente un sentimiento de familia, ya no existe un sentimiento de sociedad.

La piel de cada cual es una frontera o un puente. Funciona como frontera cuando suscita una soledad que dificulta el encuentro íntimo con uno mismo y convierte al otro en ajeno, llegando a veces a verlo, incluso, como intruso. Este modo de sentirse solo emerge, sobre todo, cuando no se participa de una misma comprensión, ni de un mismo sentido, expresándose, simultáneamente, en la ausencia de un nosotros y en la carencia de reciprocidad.

Podemos decir que si el individualismo aísla, la tendencia competitiva incrementa también la soledad mediante la creación de la necesidad de un yo que triunfa. La ficción impulsa al individuo a moverse en el angosto ámbito del perdedor o vencedor, llegando a competir consigo mismo. Éste ha llegado a ser un rasgo inherente al individuo actual, que conlleva la separación con el otro. La misma competitividad quiebra la relación y diluye la conectividad. Uno deja de ser para competir cuando únicamente ve en el otro a un contrincante en la contienda.

Al hilo de esto, M. H. Erickson comenta que había un sujeto de naturaleza tan competitiva que era capaz de competir con quien fuera sobre cualquier cosa. Entonces ideó una sencilla práctica para que su paciente, que sufría fuertes dolores de cabeza, comprendiera la raíz del problema. Le dijo: «Yo no voy a hacer nada con usted, salvo esto: ponga las manos sobre las rodillas y vea cuál de las dos, la derecha o la izquierda, llega antes a la altura de su rostro». ¡La competencia que se desarrolló en sus dos manos fue maravillosa! Le llevó casi media hora a una de las manos ganarle a la otra.

Erickson hace ver al paciente mediante la pugna de sus manos, cómo ha interiorizado mentalmente la competición expresada en su propio cuerpo. Es el desarrollo de un proceso mental en el que uno fabrica la imagen interna vinculada a la figura del competidor y de la necesidad de superarlo, de vencerlo a toda costa. Luego lo proyecta al exterior.

En lo cotidiano, sin embargo, la soledad ante el otro es la ausencia de reciprocidad, el exilio del mundo compartido, el vínculo disuelto, la lealtad rota, el relato del otro no sentido. Puede padecerse por diferentes causas externas (la muerte de alguien próximo, una ruptura amorosa...) o internas, sea por fragilidad física, por miedo, enfermedad... O también, cuando el mundo desaparece como estímulo y ya no le brinda a uno nada que le motive. Entonces ésta se convierte algo indeseable, en un asedio, pues le lleva a uno a pensar obsesivamente en su malestar o en sus conflictos. Esta forma de aislamiento se atribuye en ocasiones a la vejez. Sin embargo, la soledad tiene que ver más que con la edad con una actitud en la forma de conectar con uno mismo y con el otro.

En este sentido, la soledad se convierte en algo gozoso cuando es aceptada y se convierte en un instrumento valioso de creación e introspección. Esto sucede cuando escribimos o leemos, y fantaseamos múltiples universos o nos sumergimos en ellos, creando vínculos de toda índole con el otro imaginario. Asimismo, resulta ser un medio para descubrirse uno, siendo un recorrido inestimable para ser y para explorar el mundo interno. Sobre todo cuando uno descubre que la visión pactada dominante ofrece un modelo de ser humano predecible, adaptado al sistema y cercenado en su libertad. Esta manera de vivir la soledad fomenta la receptividad. Cualidad que se expresa en unas relaciones más solidarias, y que combate el sufrimiento creando una cultura de las relaciones más saludable.

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