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CRíTICA jazz

Excelencia contenida

 

Javier ASPIAZU

Albert Bover es memoria viva para una selecta minoría de aficionados al jazz que recordamos, de sus manos, algunas de las más hermosas e intensas improvisaciones escuchadas en un club. El sentido melódico, el toque sutil, la sensibilidad extremada, la complejidad armónica, todos estos factores le convierten en uno de los grandes pianistas peninsulares, para algunos el más destacado. Era pues una oportunidad única, que no podía dejar de grabarse en directo, la de escucharle tocando un suntuoso Steinway de cola, al frente de un trío de superlujo (Masa Kamaguchi al contrabajo y Jordy Rossi a la batería) en el flamante auditorio del conservatorio de Sarriko, nuevo escenario del Bilbao Distrito Jazz.

El concierto fue una muestra muy completa de la variada gama de intereses musicales de Bover. En el repertorio hubo espacio para los más diversos estilos: desde agradecidos standards (“How deep is the ocean”, en el inicio, con el trío un tanto envarado), pasando por clásicos de Jobim y boleros magistrales, hasta las composiciones, siempre sugerentes y complejas, del propio Bover, que desbordan las costuras del bop acercándose al jazz más contemporáneo. Entre ellas descollaron “25 minutos”, con un Kamaguchi soberbio, y un Rossy contenido y puntillista; y “Nosferatu”, de exóticas y sugerentes resonancias. Y, sin embargo, en todos los temas interpretados, a pesar de su diversidad, se apreció la dulzura de fraseo característica de Bover, cuya ejecución fue modélica, pero quizá no tan libérrima como hubiéramos deseado.

Demasiado contenido, sin soltar las manos como él sabe, Bover dio la impresión de acusar la responsabilidad, de necesitar más libertad, el ambiente relajado del club (vivido precisamente la noche anterior), para poder improvisar con total espontaneidad y conectar emocionalmente con el instrumento. Quien mejor parado salió del envite fue Kamaguchi, un contrabajista de vigor inusitado, capaz de abismarse en sus búsquedas sonoras en cualquier contexto y sin el mínimo sonrojo. Por su parte, Jordy Rossy fue pura distinción a los parches y delicado puntillismo a la hora de marcar el ritmo sobre el chaston o los platillos, aunque también, como en el caso de Bover, nos pareció más comedido y discreto que en otras ocasiones. Un concierto exquisito, no obstante, del que hubiéramos esperado incluso más.

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