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Josu Amezaga Profesor de la UPV/EHU

El Guggenheim de Urdaibai

El proyecto del museo Guggenheim Busturialdea esconde tras los vistosos ropajes culturales sus verdaderas intenciones, que entierran sus raíces en los terrenos político y económico. La reflexión del autor constata un serio riesgo para la realidad cultural de Busturialdea, una de las comarcas más vascófonas de Euskal Herria, que se vería amenazada por la visita anual de miles de visitantes con el castellano como único vehículo de comunicación.

La lucha ecologista de las últimas décadas ha conseguido, entre otros logros, que con carácter previo a cualquier megaproyecto sea necesario un estudio del impacto medioambiental del mismo. Cierto es que este requisito se trampea mucho, y ejemplos de sobra tenemos para demostrarlo. Pero la batalla social en ese terreno está ganada, y ahí radica la base que dotará de legitimidad social a quien se oponga a un proyecto que pretenda saltarse esta condición.

Sin embargo, se ha trabajado menos hasta ahora en el aspecto del impacto cultural que tienen las grandes infraestructuras. Desde hace tiempo hay quien viene planteando que, del mismo modo que se defienden las ballenas y otras especies en peligro de extinción, o que se preservan ecosistemas enteros, hay que prevenir con tanto o más motivo la extinción de pueblos, lenguas y culturas. En mi opinión, hay razones más que suficientes para defender esta tesis, aunque no creo necesario extendernos en ello.

Lo que sí merece la pena es pensar qué impacto puede tener un proyecto como el del Museo Guggenheim Busturialdea en la cultura de una comarca y, por extensión, en la de todo un pueblo. Posiblemente este proyecto responda más a intereses de tipo político, económico y de ordenación territorial que de promoción cultural. Pero ya que viene revestido de cultura (se presenta como un museo promovido por el Departamento de Cultura de la Diputación), esa es la cuestión en la que me centraré.

En términos generales, podríamos comenzar reflexionando sobre la aportación que el museo Guggenheim Bilbao ha hecho a la cultura vasca, o a la cultura en Euskal Herria, en sus trece años. Si observamos los balances que continuamente se hacen desde las instituciones, pocos citan a la cultura en sí, siendo mucho más profusos con las alusiones al cambio de imagen de Bilbo que el edificio de Ghery ha propiciado en el mundo, o al potencial de atracción turística.

Ahora se pretende hacer algo similar en Urdaibai, pero aquí surgen cuestiones fundamentales sobre el efecto que un proyecto como éste pueda tener sobre la realidad cultural de Busturialdea. Por ejemplo, ¿qué impacto lingüístico va a tener en esta comarca de 44.000 habitantes la visita anual prevista de 148.000 visitantes? Si proyectamos las estadísticas del museo bilbaino, un 5% de esos visitantes sería vascoparlante, siendo el resto castellanoparlantes o gentes que, a buen seguro, utilizarán un castellano rudimentario como lingua franca. Todo ello en una de las comarcas más vascófonas de Euskal Herria, tanto en cuanto a nivel de conocimiento (73% de euskaldunes y 17% de cuasi-euskaldunes) como de uso. ¿No es acaso esa lengua, y esa cultura que transmite, un bien que ha perdurado en la zona durante miles de años, y que sería necesario proteger? No está precisamente el euskera como para perder terreno en uno de los lugares donde mejor se conserva.

Soy consciente de que plantear esta cuestión corre el riesgo de que se me achaque una actitud conservacionista rayana en el purismo o en el proteccionismo cultural. Nada de eso. Creo que la cultura sólo puede pervivir si se desarrolla en relación con otras culturas. Es así como desde los tiempos de Santimamiñe han sobrevivido la cultura vasca y su lengua en Busturialdea. Pero no es lo que ahora se propone con el proyecto del Guggenheim. El antropólogo Guillermo Bonfil plantea muy bien la cuestión de lo propio y lo ajeno en la cultura, al distinguir dos niveles clave: el control (es decir, la capacidad de decisión sobre los elementos culturales) y los elementos en sí (los recursos de una cultura). Así, dependiendo de quién detente ese control, y sobre qué recursos, podremos hablar de una cultura autónoma, cuando un grupo toma decisiones sobre sus elementos culturales propios; de una cultura apropiada, cuando el grupo decide incorporar elementos de otras culturas; de una cultura enajenada, cuando son otros quienes deciden sobre los elementos de uno; y, finalmente, de una cultura impuesta, cuando por decisión de otros se imponen elementos ajenos. Es obvio que una sociedad que busque su desarrollo como tal ha de partir de su cultura autónoma e ir incorporando, por decisión propia, elementos de otras culturas.

Pero no es ese el caso del Guggenheim. Basta con observar cómo se ha gestado el propio proyecto: según un informe de la Diputación, la definición conceptual del mismo comenzó con un panel internacional de «expertos», en primera reunión en la sede de la Fundación Solomon R. Guggenheim en Nueva York. La intervención de agentes vascos se produjo, ciertamente, pero no hasta una tercera reunión.

Cabe entonces preguntarse si es lo más adecuado que el germen del proyecto se geste entre la clase política y alguien totalmente ajeno a nuestra cultura. Y es que el la Fundación Guggenheim no sólo tiene poco que ver con la cultura vasca, sino que es más que cuestionable su relación con la cultura en sí. Ahí está el caso de su director durante 20 años, Thomas Krens -cesado hace dos con alivio para la Fundación, por haber comercializado y banalizado el arte hasta dejarles en ridículo-; ahí la mediación, entre el PNV y Krens, del ministro italiano Gianni De Michelis -sometido al de poco tiempo a 35 procesos judiciales y condenado a tres años por corrupción-; y ahí todos los escándalos que acompañan a la sede de Bilbo -desde los seis millones de euros perdidos en divisas y el desfalco de Cearsolo, hasta todo lo que destapa el reciente informe del Tribunal Vasco de Cuentas-. Ciertamente, no se podía haber buscado un peor proyecto.

No es fácil la relación entre cultura y economía. Ello no significa sin embargo que no deban apoyarse la una en la otra. Desde esa convicción, se hace necesario un planteamiento totalmente diferente que permita a Busturialdea desarrollarse económicamente sin ver cómo un monstruo como el Guggennheim se come un espacio no sólo natural, sino también cultural que tanto tiene que ofrecer a Euskal Herria y al mundo.

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