Tanto la controvertida posición de Estados Unidos como valedor incondicional del Estado de Israel, como su comprometido papel como vigente Nobel de la Paz, han colocado a Barack Obama en una más que incómoda posición tras el salvaje ataque del Ejército sionista contra la flota de ayuda humanitaria a Gaza, que causó nueve muertos civiles. Su tibia respuesta, concediendo crédito a las autoridades judías cuando medio mundo esperaba una reprobación contundente, ha terminado por identificarlo con una imagen de genuflexión ante las inaceptables provocaciones del Estado israelí a la legalidad internacional. Pero no se detienen ahí los problemas del presidente norteamericano. Arizona persiste en su abierto desafío a la Casa Blanca con la aprobación de la ley que criminaliza la inmigración y según la cual cualquier inmigrante puede ser detenido por el mero hecho de no tener los papeles en regla.

Dos frentes abiertos que minan a Obama en su imagen de defensor del cambio, tanto en el ámbito exterior como en su propio territorio, pero que sin embargo parecen quedarse pequeños ante el gran affaire que amenaza con desestabilizar al Gobierno: su manifiesta incapacidad, por no hablar de negligencia, para controlar el vertido de petróleo causado en el Golfo de México por BP, empresa que realizó generosas donaciones a la campaña electoral del ahora presidente.