Jesus Valencia Educador social
El hombre que se liberó de la mordaza
Joxe Arregi se ve abocado al dilema existencial: ser o no ser. Someterse a la verdad o a la prepotencia de un obispo que rezuma dogmatismo. Por suerte, ha optado por lo primero
El franciscano Joxe Arregi hace ya muchos años que vive al servicio de la verdad y la libertad; dos hermanas gemelas, con frecuencia incómodas y siempre sanadoras. El cuestionado nombramiento de Munilla para la sede episcopal de Gipuzkoa puso a prueba la fidelidad de Arregi a sus dos damas y señoras.
El perfil del mediático Munilla era de sobra conocido: hombre reaccionario, de religiosidad preconciliar; inflexible hasta el extremo de ignorar las directrices de su obispo cuando ejercía de clérigo en Zarautz. Implacable y demoledor con quienes piensan de forma diferente; si ayer los englobó bajo el despectivo «mafia», ahora sigue en la misma línea tildando al franciscano de «agua sucia y contaminante». Vocabulario cargado de intolerancia y agresividad que no se corresponde con quien está llamado a ser punto de encuentro y creador de fraternidad. Su conocido estilo inquisitorial no fue óbice para que la Iglesia lo promoviera al episcopado. Más aún, dados los aires que respira la Conferencia Episcopal Española, es probable que su beligerancia fuera una de las razones más sólidas para ser nombrado obispo de Gipuzkoa. Ante aquel polémico nombramiento, Joxe Arregi -«creyendo en la bondad que sostiene al mundo»- habló. En palabras que no admitían paliativos, advirtió del grave riesgo que se cernía sobre la Iglesia guipuzcoana.
Su gesto profético no encontró en el todavía obispo Uriarte el reconocimiento que hubiera merecido. Éste, que días más tarde daría la bienvenida a Munilla, castigó al mensajero y silenció al profeta. En una amarga víspera de Nochebuena, Joxe Arregi recibió el rescripto episcopal que le obligaba a permanecer callado durante largo tiempo. Por más vueltas que le doy al tema, sigo considerando un atropello a la libertad que una persona -aunque sea obispo- amordace a otra. Arregi -pese a ser el afectado- tuvo una reacción bastante más comprensiva que la mía. En su bellísimo texto de enero de 2010, admite con amargura que en la Iglesia «los márgenes de riesgo, disidencia o incluso de error son cada vez más estrechos» y que los intereses institucionales prevalecen sobre el ser humano. Su despedida trasluce más dolor que miedo. Calla no por cobardía, sino por obediencia. Sí que teme, como pensador en búsqueda, que lo que él considera «su verdad» no sea la Verdad suprema que nadie posee. Aunque Arregi acepta el silencio que le ha sido impuesto, Munilla considera que no es mordaza suficiente. Empeñado en la reconquista diocesana, que espera concluir en dos años, reclama un rigor que suena a venganza: Arregi debe de callar para siempre o ser expatriado con los pobres de América. Sorprendente análisis de un mitrado: ¿es que en Gipuzkoa no hay pobres? ¿El Tercer Mundo debe ser también el basurero donde el integrismo deseche a los teólogos que «contaminan» Europa?
Joxe Arregi se ve abocado al dilema existencial: ser o no ser. Someterse a la verdad o a la prepotencia de un obispo que rezuma dogmatismo. Por suerte, ha optado por lo primero. Se ha arrancado la mordaza para proclamar con humildad y firmeza: «no callaré». Gesto que, desde este apunte, admiro y aplaudo.