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José Luis Orella Unzué Catedrático senior de Universidad

La violencia social catalana y vasca

En España hay ideas ilegalizadas y la primera es la de que en política hay que rechazar toda clase de violencia. Y, en efecto, todo político instalado en el poder como Arantza Quiroga, Pérez Rubalcaba, Ares y el mismo Patxi López afirman que no hay verdaderos demócratas si no se acepta una condena expresa de la violencia. Intencionadamente o no, pretenden mezclar y confundir la condenación del «terrorismo» con el rechazo de toda violencia. A la izquierda abertzale se le exige no sólo una condena expresa del «terrorismo», sino de toda clase de violencia. Ahí está el error de los indocumentados políticos y aun estudiosos universitarios como Francisco José Llera y su Euskobarómetro, porque ni en las preguntas ni en la manipulación de las respuestas, se diferencia la violencia que es legítima del «terrorismo».

Porque en esto de la violencia, armada o no, hay que hacer muchas distinciones para valorar tanto la legalidad como la legitimidad. Está en primer lugar la violencia ejercida por los estados y ésta también tiene sus límites. ¿Se puede llevar ante la justicia internacional a los países que mantienen la violencia armada de la pena de muerte? China, Estados Unidos, Irán, Arabia Saudita y otros 69 estados emplean la violencia armada de la aplicación de muerte como pena al incumplimiento de las leyes de su propio Estado. Sin embargo, el rechazo de la violencia armada en la aplicación de la pena de muerte no descansa en la movilización ciudadana ni en las normas éticas, sino en la opción política.

¿Se puede llevar ante la justicia internacional a los países que declaran la guerra armada o que aplican la guerra preventiva como la defienden George Bush o Javier Solana? Con toda la Escuela de Salamanca de Derecho Internacional se debe afirmar la existencia de la «guerra justa». Según estos pensadores, la guerra puede ser ética y justa. Por lo tanto, no se puede condenar la violencia armada de la guerra de Irak porque los presidentes de Estados Unidos, de Gran Bretaña y del Estado español (en aquel momento José María Aznar) la patrocinaron y ellos son también demócratas. La democracia y la condenación de la violencia armada no se pueden, por lo tanto, equiparar.

Acaso se podrá identificar el uso de la violencia armada con el «terrorismo»? Cócteles molotov son utilizados en algaradas juveniles en ciudades españolas y francesas, sin que ningún juez se atreva a apellidarles y a aplicarles a esos jóvenes las leyes antiterroristas. El vandalismo callejero (por ejemplo, la quema de un cajero) puede ser considerado bajo las mismas leyes o un sabotaje o un «acto terrorista». Esto depende de la subjetividad de los jueces, de la presión de los medios de comunicación o de la estrategia de los partidos políticos. El que un acto violento contra la ley sea o no considerado como «terrorismo» depende de la geografía, de la cronología y del talante subjetivo de los jueces. El recelo entre los colectivos judiciales hace que con los mismos argumentos normativos se llegue a dar calificaciones tan dispares como que una asociación sea considerada «ilícita» o «terrorista».

La aplicación legal pero injusta de ciertas leyes crea una serie de víctimas de la violencia jurídica que no vienen equiparadas a las víctimas de una guerra ni a las de un acto terrorista. La declaración de «terrorismo» es, de hecho, un arma de crispación social y de ahondamiento de la división existente entre los demócratas.

Además, la declaración de «terroristas» es circunstancial y cambiante. En la historia contemporánea conocemos gentes declaradas terroristas que, luego, por votación popular han llegado a ser máximos gobernantes y mandatarios de su país (como ejemplo, Nelson Mandela) y aun han sido propuestos como merecedores del Premio Nobel de la Paz (Yasser Arafat).

¿Quién se atrevería a condenar y llevar a los tribunales internacionales al «estado terrocrático» (apelación de J. I. González Faus) de Israel que convierte en diabólicos a los países islámicos como el mejor camino para que acaben éstos comportándose como satanes? Hay en realidad dos «terrorismos»: uno de estado o establecido, y otro de grupos o individuos. Pero ¿qué estado europeo se atreverá a condenar la actuación del Estado de Israel, que ejerce todas las garantías de una democracia estable?

Por otra parte, existen otras violencias que son compatibles con la democracia, con la ética y con la moral. Hay otras muchas clases de violencia que en pura teoría no pueden ser objeto de condena, como la violencia armada personal que en algunos casos puede ser de defensa propia; la violencia social de las huelgas laborales; la violencia institucional contra la voluntad individual de un preso sea español o cubano alimentándole contra su voluntad de llevar la huelga de hambre hasta el final de su vida.

El profesor Tony Judt, de la Universidad de Nueva York, en un reciente artículo, aludía a los separatistas vascos respecto de España. Y afirmaba que tanto Israel como España y Francia tienen leyes fundamentales, una judicatura independiente y elecciones libres, aunque esto no impide que discriminen a los que no son como los puros demócratas, que son los que manejan el estado. Expresar una fuerte discrepancia de la política oficial es algo desaconsejado. Democracia no es garantía de buen comportamiento. Muchas de las democracias hacen la guerra, deniegan su derecho a existir como pueblos y naciones que son sus vecinos, sean el Sahara o Kosovo. El Estado ha adquirido hábitos patológicos precisamente en el uso de la fuerza aplicando todo el bagaje legal, judicial y político que está en su mano para negar no sólo la independencia sino incluso la propia cualificación como pueblo y como nación.

Y a la ciudadanía no le queda como camino sino la violencia social de la manifestación en las calles. Es el recurso a la ciudadanía como solución de la violencia del Estado. Los catalanes se han manifestado en las calles contra la sentencia del Tribunal Constitucional como uno de los recursos posibles ante el atropello de las instituciones del Estado. No hay más camino para reorientar la democracia española en el tema del conflicto vasco que el de ir a la raíz y convocarla para que en un referendum evalúe la Ley de Partidos Políticos, que es legal, pero que fue y es considerada por muchos ciudadanos como ilegítima y como contraria a la ética.

Desde la Argelia francesa hasta el IRA provisional, pasando por Sudáfrica, la historia se repite: el poder dominante les niega legitimidad a los «terroristas», lo cual fortalece a éstos, y luego negocia en secreto con ellos; finalmente les concede poder, independencia o un asiento en la mesa. Tarde o temprano, como reconocen muchos politólogos, Israel tendrá que hablar con Hamas. España lo hará con Cataluña y con el Pueblo Vasco. La pregunta es: ¿por qué no ahora?

El debate sobre la legitimidad del uso de la violencia y de su condenación es demasiado complejo como para dejarlo en manos de los jueces, a los que sólo les corresponde la aplicación de las normas legales. Por supuesto la legitimidad del uso de la violencia y su condenación no se puede dejar en manos de la prensa escrita, ni de los tertulianos de los medios de comunicación, ni siquiera en manos de los partidos políticos. La renuncia a la violencia no figura en los estatutos de ningún partido legal, porque saben que no es legítima ni democrática y porque experimentan que la vida de los mismos partidos se basa en la praxis de la misma violencia.

El «terrorismo» es el arma de los débiles, es moralmente indefendible, pero es característica de los movimientos de resistencia. Pero a todo pueblo oprimido al que se le niegue su reconocimiento como tal, ya sea el Sahara, Kosovo, Cataluña o el Pueblo Vasco, sólo le queda ante un Estado establecido que ejerce el monopolio del poder, el rechazo y la protesta. Si estos pueblos conceden de antemano todas las exigencias del Estado dominador, ¿qué van a llevar a la mesa de negociación?

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