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Eszenak

La risa y el ojo desnudo del señor K.

Josu MONTERO | Escritor y crítico

Franz Kafka se mondaba de risa mientras leía a sus amigos en alguna taberna de la vieja Praga fragmentos de «El proceso». Kafka dedicaba sus días a su trabajo en la Compañía de Seguros contra Accidentes de Trabajo; redactando informes afiló su prosa seca, concisa y desasosegante. A pesar de que empleaba sus noches en su trabajo verdadero, la literatura, Kafka no dejó demasiadas obras, ya que murió a los 41 años a causa de una tuberculosis que le amargó la existencia. Y casi mejor que muriera en aquel 1924, porque así se ahorró unos cuantos horrores. Aquel mundo que describe tan escalofriantemente en sus obras aún no existía, no era aún sino la pesadilla y el delirio de un escritor demasiado humano. Pero pronto se convertiría en una realidad de millones de seres humanos humillados y asesinados; y que todavía dura. Las tres hermanas de Kafka fueron deportadas a campos de concentración y asesinadas, el mismo destino de muchos de los amigos del escritor. «Así como a un muerto no se le podrá sacar de su tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi mesa por la noche», escribe en una de sus cartas a Felice Bauer, la mujer con la que estuvo dos veces comprometido y de la que se separó cuando le fue diagnosticada su tuberculosis. Su compromiso radical con la literatura excluía cualquier otro. Hubo otras dos mujeres importantes en su vida: su traductora al checo y periodista Milena Jasenka, y la actriz de teatro Dora Diamant. Esta última le acompañó su último año de vida y fue quien le cerró por última vez los ojos. A principios de los años 30, la Gestapo requisó un buen paquete de manuscritos del escritor en un registro al piso berlinés de la actriz; aquellos cientos de páginas desaparecieron. Los nazis también prohibieron en 1935 el primer intento de editar las obras completas del escritor judío.

Muchos estudiosos de Kafka coinciden en la importancia esencial que tuvo en la formación del escritor un grupo teatral polaco judío que actuaba regularmente en Praga, el de Jizchak Löwy, con quien el joven escritor mantuvo además una intensa amistad. A Kafka le fascinaron las obras populares que representaban en yiddish. Estas piezas populares judías centroeuropeas se basaban en una gestualización insistente y exagerada; para hacer visibles los procesos interiores de los personajes intensificaban los gestos de éstos hasta lo grotesco. Este recurso a lo grotesco es esencial en la escritura de Kafka, basta leer las primeras páginas de «El proceso», «La metamorfosis», «Un artista del hambre» o de cualquiera de sus obras. En medio de la desolación de sus paisajes se erige el humor salvador; lo grotesco como la más eficaz herramienta para desnudar la colosal y terrible broma en que habitamos.

En una de sus conversaciones con Gustav Janouch, recogidas en un estupendo libro, Kafka dice algo tremendo, lúcido y ciertamente profético acerca del cine -y del imperio de las imágenes- que recién comenzaba su andadura, y que por contraposición nos dice también algo sobre el teatro, que tanto le fascinó e influyó, y para el que tantas versiones se han hecho de sus obras con desigual fortuna: «El cine impide la mirada. La fugacidad de los movimientos y el cambio rápido de imágenes nos fuerzan constantemente a echar un simple vistazo. No es la mirada la que se apodera de las imágenes, sino que son éstas las que se apoderan de la mirada. Inundan la conciencia. El cine supone ponerle un uniforme a un ojo que hasta entonces había ido desnudo».

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