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Kepa Tamames Escritor

Cuernos

No soy de los que se alegran cuando el torero bebe de su propia medicina, aunque, a fuerza de ser sincero, he de aclarar con similar énfasis que tampoco me llevo especial disgusto en tales casos, pongamos las cosas en su justo sitio

Los mass media nos regalaban semanas atrás dos noticias protagonizadas por cuernos. No se trata de metáfora chusca alguna, pues cada cual hace lo que quiere con su vida privada, o lo que quieren los demás, valdría más decir en algunos casos. Los cuernos a los que me refiero son de verdad, con su material óseo y lo que ha de tener todo cuerno que se precie para merecer tal nombre.

La primera de las noticias hacía referencia a una mujer de un pueblecito de la China profunda, a quien le brotaron sin saber cómo ni por qué sendas protuberancias en la frente, cual si se tratase mismamente de una ternerilla. Lo único que le deseo a la dama en cuestión es que lo lleve con dignidad, que solucione su problema (si así es percibido por la protagonista, pues parece que el regalito en la testuz le trae un poco al pairo), y sobre todo que no sea discriminada por sus convecinos al identificarla con el mismísimo Satanás reencarnado en fémina, porque aquí nos conocemos todos.

La otra noticia relata un caso en cierto modo similar, pero ha de reconocerse que aquí sí se sabe la procedencia del cuerno en cuestión. A cierto individuo le salió un cuerno de la misma boca, caso insólito en los anales de la ciencia. Salvo que nada tiene que decir la ciencia en este escenario, dado que el protagonista sabía que el cuerno estaba allí, ante él, desde hacía un buen rato. El cuerno acudía a sus repetidas llamadas, de hecho. Y en una de ésas se quedó por unos instantes. Si uno lo piensa, la lógica de la situación se muestra aplastante. Cuando juegas a héroe y le colocas en el lomo la etiqueta de «enemigo» a quien vas a ensartar con distintos artilugios durante el tiempo necesario para acabar con su vida, supongo que debería entrar en tus cuentas que te pase lo que le pasó al maestro. Efectos colaterales, lo llamarían algunos. Y yo me apunto a la apreciación.

No soy de los que se alegran cuando el torero bebe de su propia medicina, aunque, a fuerza de ser sincero, he de aclarar con similar énfasis que tampoco me llevo especial disgusto en tales casos, pongamos las cosas en su justo sitio. Me pasa lo mismo con los dictadores. O con ciertos profesionales de la comunicación, a los que uno no puede sino imaginar frotándose las manos ante una portada morbosa, haciendo caja, en definitiva, porque aquí todo tiene un precio. Ya me contarán ustedes lo que aporta la fotografía en cuestión, un hombre derrotado, incapaz de escapar de su amigo -así creo haberlo leído en alguna de esas revistas sesudas de fin de semana-, como si se tratase de una extraña y sórdida obra de arte (les regalo el título: «Perchero con traje de luces»).

Yo no deseo la desgracia del maltratador -lo apuntaba líneas atrás-, sea torero o machista recalcitrante (cuentan que ambas cosas son harto difíciles de separar en el ámbito que nos ocupa, pero no entraré aquí en tan proceloso campo) y, de hecho, se me hiela la sangre cada vez que ante un coso taurino los manifestantes corean satisfechos aquello de ¡Con un poco de suerte, mañana funeral!, lo que casi me distancia tanto de ellos como de los que asisten dentro a la carnicería. Y sé que semejante postura no me granjea excesivas simpatías dentro del movimiento, pero a mi edad hay cosas que ya me dan un poco lo mismo, o incluso sirven de acicate a según qué aspectos de mi militancia personal.

Declaraba con inequívoco gesto digital el maestro a la salida de la clínica que era Dios quien le había sacado de tan desagradable trance, para añadir un mes después, recuperada ya el habla, que la experiencia «le había hecho más humano». O este tipo es tonto, o yo no entiendo nada (vaya por delante que pudieran ser ambas cosas). Porque ya me contarán ustedes qué le había costado al Altísimo impedir la sangría (detalle que tuvo de hecho con sus compañeros humanos de cartel), evitando así a Julio los dolores de los que tanto se quejaba en la cama del hospital, pobrecito mío. Y, por otro lado, calificar el trance de «positivo» (sic), por cuanto al parecer te humaniza, a mí, como buena persona que me considero, me hace desear en lo más íntimo de mi ser que el maestro vuelva a pasar por similar circunstancia -o peor-, así que se plante de nuevo, chulesco y arrogante, ante su amigo-enemigo. Para que vuelva a experimentar la grandeza de espíritu y salga su humanidad convenientemente engordada. (Yerran con estrépito quienes vean atisbo de ironía macabra en mis palabras, pues me limito a recoger la panoplia de extrañas reflexiones que envuelven la tauromaquia, en un intento imposible por justificarla).

Es por ello que tomo prestados para la ocasión los viejos gritos alrededor de los cuales se enzarzaron en histórica ocasión Millán Astray y Unamuno. Y, eso sí, me permito reformularlos, con la supongo sana intención de aportar una paradoja más a las de don Miguel: «¡Viva la estupidez! ¡Muera la ética!».

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