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ANÁLISIS I Sobre la crisis económica y financiera

Un oscuro banco de Basilea

Durante toda la crisis, la regulación de la actividad de los bancos ha sido un lugar común en el discurso de toda la clase política. El Banco Internacional de Pagos (BIS) ha hecho pública una propuesta que introduce nuevos conceptos y baremos, pero que deja el aspecto básico de la actividad bancaria igual que hasta ahora.

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Isidro ESNAOLA I

A pesar de que pueda parecer que es el Estado el que crea la moneda de un país, los que realmente crean el dinero en nuestras sociedades son fundamentalmente los bancos. También lo crean grandes empresas con sus acciones y bonos que, aunque no sea dinero en el sentido usual del término, funciona como tal. No es extraño oír que una empresa ha comprado otra y que el pago se ha hecho con dinero en una parte y el resto ha sido un intercambio de acciones. Las acciones sirven para comprar y vender, como el dinero corriente.

El mecanismo que utilizan los bancos para crear dinero es relativamente simple, aunque desconocido para la mayoría de la gente. La actividad de un banco consiste en tomar prestado dinero a unas personas para prestárselo a otras y en ese movimiento crean dinero de la siguiente forma:

Supongamos que tenemos una economía con un solo banco. Alguien abre una cuenta corriente en ese banco y hace un depósito de 100¤. Esa persona puede retirar su dinero cuando quiera, pero de momento está en el banco. El banco puede prestar ese dinero a otro cliente, pero no prestará todo, por si acaso el primer cliente necesita retirar algo de dinero. Prestará, por ejemplo, el 90% y mantendrá un 10% en caja. En nuestro caso prestará 90¤ y mantendrá 10¤. Con ese préstamo de 90¤, el cliente comprará algo y el que reciba el dinero terminará por llevarlo al banco, en nuestro caso al único que hay, y abrirá una cuenta y lo depositará en ella. Ahora en el banco hay dos depósitos de dinero: uno de 100¤ y otro de 90¤, es decir, que en esa economía con un solo banco al principio había 100¤ y al final del proceso hay 190¤ porque el primer cliente puede retirar sus 100¤ cuando quiera, aunque el banco los haya prestado. El banco ha creado dinero dando un crédito sobre un depósito a la vista.

De los 100 primeros euros el banco ha prestado 90 y ha dejado por si acaso 10 en caja. Con los otros 90 puede hacer lo mismo, prestar el 10% y dejar el resto en caja, esto es, prestar 81 y guardar 9. Esos 81 volverán más tarde o más temprano al banco, y así sucesivamente. El banco seguirá creando dinero en una espiral ascendente, eso sí, cada vez en menor cantidad. Pero basta que más de un cliente quiera recuperar su dinero a la vez para que el banco no tenga lo suficiente para atenderle, porque lo ha prestado a otros. O basta que alguno de los clientes que ha tomado prestado dinero diga que no puede devolverlo para que el banco tenga serios problemas. No es difícil darse cuenta de que es un esquema muy delicado, que se basa en la confianza de la gente hacia los bancos, en que los créditos se devolverán y en que la probabilidad de que todos quieran retirar el dinero a la vez es muy pequeña.

Con las crisis económicas este sistema hace aguas por los dos lados. Por una parte, mucha gente echa mano de los ahorrillos de la cuenta corriente y, por otra, los créditos invertidos en negocios dudosos no se pueden devolver. Para atender a los clientes que quieren retirar su dinero, los bancos necesitan efectivo que no tienen porque lo han usado para dar créditos, así que se lo tienen que pedir al banco central; de ahí las «ayudas» de las que todos hemos oído hablar.

Además, los créditos que no van a poder cobrar los tienen que cubrir, así que cada nuevo depósito que consiguen -esos 90¤, 81¤ y sucesivos de nuestro ejemplo- no lo pueden utilizar para dar nuevos créditos, sino que tienen que guardarlo para cubrir los fallidos. Por eso, durante la crisis, el crédito cae. Si antes se iba creando dinero con cada nuevo depósito, ahora no se da crédito sobre los nuevos y la cantidad de dinero disminuye; lo que era una espiral ascendente se vuelve descendente.

Para que funcione sin grandes sobresaltos, un sistema tan inestable como éste necesita una regulación estricta sobre la cantidad de dinero que se puede prestar, los plazos, los riesgos de los créditos, etcétera. Los bancos centrales de cada país se dedican a ello y en el ámbito internacional hay un banco que define las normas básicas a las que se tienen que atener los primeros: el Banco Internacional de Pagos (BIS, por su siglas en inglés), con sede en la ciudad suiza de Basilea. Un banco muy peculiar, que se creó en 1930 para cobrar las indemnizaciones que debía pagar Alemania de acuerdo con el Tratado de Versalles. En 1944 se propuso disolverlo porque, al parecer, se dedicó a lavar el oro que los nazis habían robado durante la Segunda Guerra Mundial. Se aceptó la propuesta, pero después Estados Unidos dio marcha atrás y decidió mantenerlo.

A partir de ahí se ha convertido en una pieza clave de las finanzas mundiales. Controla el 10% de las reservas mundiales de oro y divisas, y sus ordenadores están conectados a los de los bancos centrales de todo el mundo, con lo que está en condiciones de conocer y de poder intervenir ante cualquier problema que detecte. Se ha convertido en «el banco central de los bancos centrales». Su consejo está formado por los gobernadores de los principales bancos centrales, como Jean-Claude Trichet, del Banco Central Europeo, o Ben Bernake, de la Reserva Federal de EEUU.

Pues bien, estos señores se reúnen en un hotel de Basilea y deciden cómo regular la actividad de los bancos. Luego emiten una nota de prensa con sus decisiones y los bancos centrales la acatan. Todo muy democrático. A la primera de estas notas se la llamó Basilea I y, fundamentalmente, establecía la relación entre el capital propio de un banco -es decir, sus acciones y sus reservas- y los créditos que podía dar. A fin de cuentas, si los créditos fallan, el banco tiene que responder con su propio capital, no con el dinero de las cuentas corrientes. Este sistema falló porque se concedían créditos con mucho riesgo y algún banco se fue al garete poniendo a todo el sistema en peligro, algo que por lo demás no es característico de la actual crisis, sino que se repite periódicamente.

Para arreglar el problema se llegó a un nuevo acuerdo, Basilea II, que fijaba nuevas proporciones de capital, pero dejando a los bancos que fueran ellos los que midieran el riesgo de los créditos que daban y la calidad de las garantías. Esto fue como dejar a la zorra cuidando el gallinero. Y así hemos llegado a la situación actual, con hipotecas basura (subprime), burbujas inmobiliarias y todos los demás desbarajustes que han ido apareciendo.

Después del segundo llega el tercer intento de regular la actividad de los bancos y que ya se conoce como Basilea III. En diciembre del año pasado, el BIS hizo público un borrador con los cambios que proponía y al que se hicieron muchas aportaciones; entre otras, la de la Asociación Española de Banca. El Banco Santander también hizo las suyas propias. Antes de irse de vacaciones en agosto, el BIS emitió una nota con sus decisiones a la que, en principio, se le dará el visto bueno en la reunión del G-20 del próximo noviembre. Como es habitual, las presiones han hecho efecto y las normas presentadas relajan los requisitos del anterior borrador. Como muestra, un botón: se había propuesto la entrada en vigor de las nuevas normas en el año 2012 y en esta nueva propuesta la fecha se retrasa al año 2018, no vaya a ser que pille a algún banco con el pie cambiado.

La propuesta presentada contiene varias novedades, pero la cuestión fundamental y madre de todas las burbujas queda prácticamente igual: la capacidad de los bancos para dar créditos sobre los depósitos a la vista, lo que, como hemos visto más arriba, permite crear dinero y alimentar las burbujas de crédito. Una forma de evitar la creación de dinero bancario sería obligar a los bancos a hacer una reserva del 100%, esto es, cada crédito debería contar con una reserva de la misma cantidad y por el mismo tiempo que el crédito. Pero en esta dirección poco se ha avanzado.

Paradójicamente, esa exigencia ha sido una propuesta de-fendida durante años por los adalides más radicales del liberalismo, como Mises, Hayek o Friedman. Y no es una quimera. A día de hoy, la llamada banca islámica, que sigue las normas del Corán, funciona aproximadamente de esa manera. Y no por eso deja de ganar dinero. Es más, ha aguantado las consecuencias de la crisis bastante mejor que la banca tradicional.

Una propuesta de estas características quitaría a la banca la capacidad de crear dinero, reduciría su poder de condicionar la circulación de dinero y sus astronómicos beneficios disminuirían. A cambio, conseguiríamos un sistema monetario más estable y más democrático. Pero parece que las discusiones realmente importantes sobre cuestiones que afectan a nuestra vida cotidiana se tienen que resolver no se sabe muy bien cómo, por quién y en qué oscuro hotel de Basilea.

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