Los grandes medios de comunicación internacional, la ONU o el Vaticano, por citar a algunos, han encarnizado las críticas a Nicolas Sarkozy, presidente francés, a propósito de las deportaciones en masa de gitanos. De hecho, las discordancias en el gobierno y los amagos de dimisión se han multiplicado, hablando de gitanos, pero con la mente puesta en las presidenciales del 2012. Al igual que hicieran con el debate del burka, la deportación de gitanos se está utilizando como una gran maniobra de distracción, que atizando los bajos instintos, intenta imponer una agenda y una forma de entender la política muy preocupantes. Ver en televisión al ministro de Defensa haciendo chistes del árabe que se rie del romaní, aparte de mal gusto, da una imagen de lo peligroso de esta deriva. La segregación romaní sustituye a la de los árabes, que a su vez sustituyeron a los judíos... ahí está el nivel de la política francesa que algunos consideraron en su día de ensueño.

La política francesa avanza vertiginosamente hacia la «Berlusconización». Con un presidente que cree tener el mejor puesto de todos, la mujer más bella de todas, donde la única opinión que cuenta es la que tendrán los libros de historia sobre él, tras esa imagen de político hiperactivo y que va a más de 100 por hora, se esconde un pequeño rey o zar que no tiene inconveniente en hacer del populismo su línea y de la segregación rédito propio. Valiéndose de las mayores fortunas, como las del imperio L'Oreal, utilizando el Islam o la seguridad para sus fines, y desde una omnipresencia en los medios en los que ha impuesto su dominio, la política francesa evoluciona hacia el populismo más peligroso de la mano de un inquientante adicto al poder.

A la memoria de la Revolución francesa le pasa lo que Samuel Beckett dijo en su «Fin de partida», «termina, ha terminado, está terminado, va a terminar». Francia es bastante más pequeña que Francia. Y hoy por hoy no se vislumbra un punto de partida posible para la regeneración.