Ni Schnabel ni la adaptación de Murakami convencen en Venecia
Ni la artística mirada que ofrece el cineasta estadounidense Julian Schnabel sobre Palestina en «Miral», ni la sinfonía emocional escrita por el nipón Haruki Murakami en «Tokio Blues» y comprimida para el cine por el vietnamita Anh Hung Tran convencieron ayer durante las proyecciones a competición en la Mostra de Venecia.
Mateo S. CARDIEL | VENECIA
Pese a las expectativas, o probablemente a causa de ellas, ambas películas decepcionaron ayer en la competición oficial de Venecia. En el caso del pintor y escultor estadounidense Julian Schnabel, su error resulta imperdonable en un artista de su dimensión: ha retratado Palestina con brocha gorda. Y en el de la adaptación de «Tokio Blues» -«Norwegian Wood» en su título original-, era más previsible que el mundo de Murakami, en el que conviven de manera orgánica y discreta la vida, el sexo y la muerte, se diluyera en su traslación en imágenes, una ambición que le quedó grande al realizador de «El olor de la papaya verde».
La empresa de Schnabel no era menos ardua: basándose en la historia de la periodista palestina Rula Jebreal, guionista del filme y también presente en Venecia, aspiraba a componer un mural equilibrado y profundo del pueblo palestino desde la creación del estado de Israel en 1948 hasta los acuerdos de Oslo de 1993.
«El conflicto tiene que acabar lo antes posible», dijo el realizador de «Antes que anochezca» para abrir la rueda de prensa. Y citó a continuación a Jean Renoir: «El problema del mundo es que todos tienen sus razones». En estas dos frases resumía el espíritu de «Miral»: bienintencionada, sí. Artística, también. Pero encuadrada en un movimiento muy concreto: el naíf.
Apoyado en las interpretaciones de Freida Pinto, Hiam Abbass, Williem Dafoe y Vanessa Redgrave, así como en su portentoso sentido de la estética, Schnabel orquesta su manifiesto tolerante con tal pompa que sólo consigue que resuenen más alto sus carencias.
Y si «Miral» es, además del nombre de la protagonista, una flor roja que crece en los márgenes de la carretera, el espectador siente que, efectivamente, Schnabel conduce su película mirando el paisaje pero sin prestar la debida atención a la vía principal por la que circula.
Descontextualizados
Muchas carreteras secundarias son, en cambio, las que convierten el libro «Tokio Blues» en un mapa de sensaciones que, al traducirse en una cinta que ataja por imperativos del lenguaje, acaban magulladas por el atropello.
Anh Hung Tran, que en «El olor de la papaya verde» se mostró finísimo en los pequeños detalles, despliega una delicada planificación y confirma su pericia para las atmósferas, pero no puede evitar que en «Norwegian Wood» los personajes queden descontextualizados y, en consecuencia, sus tormentos, sus deseos y sus goces se vean banales o, directamente, no se entiendan.
Y el propio director se delató en la rueda de prensa: «Lo más difícil era no sólo crear la intimidad que Murakami logra con el lector en su historia, sino plasmar en la pantalla las emociones que consigue transmitir a través de ella». En ese límite entre la acción y el sentimiento es donde el filme traiciona a la letra.
Así las cosas, los ánimos para la primera película italiana a concurso no eran los más apropiados, pero «Pecora nera», la agridulce historia de un hombre que perdió la razón de niño y ha vivido desde entonces en un manicomio, se vio con agrado.
La Mostra de Venecia estaba preparada para recibir con los brazos abiertos al cineasta iraní Jafar Panahi, pero el Gobierno de Irán no le dio el pasaporte para poder promocionar los nueve minutos de cine que componen «El acordeón». Panahi tendría que haber vuelto al lugar donde su voz se hizo eco, más que nunca, al alzarse con el León de Oro con «El círculo», donde denunciaba el trato a la mujer en la sociedad iraní a través de varios personajes que acababan en una cárcel femenina. Pero el Gobierno de Mahmud Ahmadineyad, cuya reelección Panahi tachó de fraudulenta, ha vuelto a frenarle los pies tras acusarle de estar en proceso de preparación de una película sobre el movimiento opositor verde.
Su filme, «El acordeón», rodado en un bazar de Teherán el pasado invierno, está en cambio lejos de la protesta acalorada. Y Panahi no busca en él vericuetos narrativos y va directo al grano: llama al perdón y a la reconciliación a través de la historia de dos niños a los que roban el instrumento que da nombre al filme.
En la proyección, que tuvo lugar el miércoles, sonaron aplausos de apoyo al cineasta en los primeros créditos de «El acordeón». GARA