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Mario Zubiaga Profesor de la UPV-EHU

El veto de los buitres

Etólogos (de ETA) expertos en la metafísica del absurdo, exégetas radiofónicos de la benemérita, parasindicatos con tricornio, gorrilla o txapela, empresarios excelentísimos de la seguridad privada, contratistas pícaros de la seguridad pública, sociólogos con sobresueldo, catedráticos antiterroristas encumbrados en la farándula, investigadores adocenados de lo obvio, protomártires subsidiados todos... El estudio académico de los procesos de resolución de conflictos nos revela que cuando se atisba alguna posibilidad de superar la guerra, siempre aparece el veto de diversas especies carroñeras que han sobrevivido, cuando no medrado, a costa del sufrimiento ajeno. Sin quitar un ápice al dolor efectivo de las verdaderas víctimas, el conflicto vasco ha impulsado un sector de actividad nada despreciable. Un sector socio-económico que viendo peligrar su sustento no va a encontrar razón alguna para el optimismo en las actuales circunstancias. Para ellos, no es que el cese de actividad armada sea insuficiente, es simplemente nefasto, en tanto en cuanto es un mero anticipo de su impostergable debacle particular.

Los contendientes en una guerra, por estar ocupados en altos menesteres, son huéspedes perfectos para una miríada de parásitos que medran en tanto en cuanto perviva el conflicto. Sin embargo, por sus propias características -genoma relativamente simple-, los parásitos difícilmente condicionan el devenir de sus patrocinadores involuntarios, y cuando cambia el contexto demuestran su infinita capacidad de adaptación: se convierte uno en islamólogo, o se protege a la ciudadanía de las mafias rusas o de los ladrones de cobre, y a otra cosa, mariposa.

La simbiosis es un motor biológico aún más potente que el parasitismo, pues ambos organismos obtienen beneficios de su relación, en este caso, conflictiva. Y precisamente por eso es un mecanismo más difícil de desactivar. Aunque no imposible. Y es que la simbiosis no supone que el beneficio mutuo sea equilibrado. Siempre hay una parte que obtiene una ventaja mayor, por mínima que sea ésta. Y este desequilibrio evoluciona a lo largo del tiempo, como en nuestro caso. Desde el lado vasco, la persistencia del conflicto violento en Euskal Herria, ha permitido, por un lado, una descentralización apreciable basada en la hegemonía institucional del PNV, y, por otro, una sobre-expresión de la izquierda abertzale en el ámbito social y cultural de nuestro país. A costa de un gran sufrimiento, bien es cierto. En el lado español, «la guerra del norte» ha sido la excusa perfecta para limitar el alcance del proceso de reforma política, y ha posibilitado la reconstrucción de un sentimiento nacional español bastante malparado al final del franquismo. No obstante, el carácter simbiótico de la relación Estado-ETA, o más en general, de los nacionalismos vasco y español, se ha invertido con el tiempo. En este momento es evidente que el conflicto refuerza en mayor medida al unionismo español y correlativamente, debilita al abertzalismo vasco. Más allá del coste particular que ha supuesto la ilegalización, el peligro de mantener esa relación simbiótica -tanto para el conflicto como para la negociación, siempre frustrada, por definición-, estriba en el indeseable escenario que abre a medio plazo. Un escenario de estabilidad sistémica que no puede satisfacer a las fuerzas soberanistas: un Gobierno fuerte PNV-PSOE, con dos actores-escolta, algo más radicales, un PP débil, a la catalana, por un lado, y un independentismo domesticado, inane, por otro. La persistencia de una izquierda abertzale antisistémica, uncida sine die a una violencia testimonial, sería el seguro de cierre del sistema en ese escenario. Sin minusvalorar otro tipo de análisis, ya sea ético o relativo a la hegemonía cultural abertzale menguante, ése es el verdadero peligro político de la perpetuación del conflicto violento. Por eso la ruptura del modelo simbiótico es tan necesaria. Aunque el coste en términos de cultura política sea alto: renunciar simbólicamente a la ruptura democrática tras asumir el monopolio estatal de la violencia.

En este sentido, es indudable que una cultura política que ha permitido mantener un conflicto abierto durante décadas no se va a reconvertir fácilmente. Siempre es duro el reciclaje, pero cuando el cambio de actividad supone dejar atrás una vida dura, de persecución e intranquilidad constante, una vida de cárcel y clandestinidad, no parece que esa resistencia al cambio vaya a ser insuperable. La pérdida de la satisfacción que ofrece el compromiso máximo con unos ideales puede encontrar un sucedáneo adecuado en la ilusión por un trabajo de construcción cotidiano que, sin abjurar de esos mismos ideales, otorgue premios más tangibles, más integrables en un proyecto vital apacible.

Y en la simbiosis, como en los divorcios, basta con que uno quiera dejarlo para que la cosa termine. Si unos tienen claro, como parece, que hay que cambiar de tercio, esa decisión unilateral es suficiente para salir de una relación viciada. Esa es la virtualidad de las decisiones unilaterales, sin precio: dependes únicamente de ti mismo.

Por eso, sin negar la dificultad de superar una relación simbiótica viciosa, no parecer ser ése el problema fundamental en nuestro caso. Es un tercer mecanismo natural el que puede convertirse en el principal escollo para la resolución del conflicto violento en Euskal Herria. Un mecanismo más miserable, más banal. Un mecanismo, clásico en los procesos de resolución de conflictos: la posibilidad o no de que el fin de la violencia sea entendido como un éxito compartido.

La izquierda abertzale fue desplazada del sistema y las fuerzas políticas que hoy ocupan el poder institucional gracias a aquella expulsión pueden no tener incentivo alguno para facilitar su reentrada. Lo mismo ocurre con determinados sectores, dominantes a la sazón en sus partidos, que aspiran a volver al poder sin tener que radicalizar sus propuestas, monopolizando de paso la voz del abertzalismo vasco en clave neo-foralista, moderada.

La respuesta que los partidos dominantes han dado al anuncio de ETA, puede ser hija de la prudencia garantista o el escepticismo escamado. Quizás es deudora de la natural prevención o de una impasibilidad impostada que busca obtener mayores concesiones antes de asumir la necesaria reciprocidad. No es descartable que algo de lo representado por ambas partes responda a un guión prestablecido de consuno. Sin embargo, es de temer que la actitud de los actores principales responda al simple cálculo partidista: la reentrada de la izquierda abertzale a la arena política en el corto plazo, sobre todo en el ámbito local y foral, obliga a repartir el pastel, dificulta la gestión institucional al uso, y crea incertidumbre estratégica. Por eso, es difícil atisbar un proceso resolutivo en el que los actores implicados puedan compartir, siquiera relativamente, el éxito del fin de la violencia.

Así las cosas, como aparentemente la solución no beneficia materialmente a casi nadie, se prodigan los llamamientos morales: de una parte se pide altura de miras, visión de estado o de país, generosidad, de otra, sinceridad, coherencia, responsabilidad y madurez... ¿Es el momento del cálculo político o de los valores? O, al menos, ¿es el momento de estimar que el rédito político a medio o largo plazo reside en la apuesta por los valores? En este sentido, la movilización social y la pugna discursiva pueden ayudar a que esos valores de los que hablamos sean asumidos por una opinión pública dispuesta después a premiar a los agentes más altruistas. Sin embargo, no estaría de más atender a un análisis más pedrestre y, sencillamente, medir qué éxito están dispuestos a compartir qué actores.

La experiencia de anteriores intentonas obliga a considerar que el éxito del proceso de fin de la violencia debe ser compartido por las fuerzas sistémicas principales: PSOE, PP y PNV. De otro modo, cualquiera de ellos tiene capacidad suficiente para dificultar o reventar cualquier solución en la que no hayan participado. En su caso, el éxito que quisieran compartir se mide en términos de reforzamiento de la legitimidad sistémica: «ETA ha sido derrotada, el estado de derecho democrático ha vencido, el modelo constitucional y estatutario está más vigente que nunca, aunque obviamente es reformable respetando las reglas de juego». Ese es el marco discursivo que a corto plazo va a pretender conformar toda lectura de la realidad. Esta vez no va a haber margen para el rédito partidista.

Y esa es la rueda de molino con la que las fuerzas extrasistémicas deberán comulgar. Ese es el sentido de la auto-violencia necesaria para desbloquear la situación. La relativa asunción de la derrota será confortada por una articulación de fuerzas sociales y políticas impulsoras del cambio que a medio plazo pueda abrir puertas hoy cerradas. Lo que unos ganan a corto plazo, lo ganarán otros a largo. Ese es el sentido que se le puede dar al «éxito compartido», llave de la resolución. Cada actor implicado va a medir el (posible) éxito en plazos distintos.

Y para los buitres que, pese a todo, sólo busquen perpetuar su muladar a costa del sufrimiento ajeno y continúen vetando cualquier salida razonable, siempre hay comederos alternativos. La sociedad del espectáculo devora estrellonas a tutiplén, y para los recalcitrantes, siempre están los fondos de cohesión. A pesar de la crisis.

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