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Jesus Valencia, Educador social

«¡Fiesta sí, política no!»

 

A punto está de concluir el apretado programa de fiestas patronales. Las de este verano han estado marcadas por las continuas embestidas de las autoridades «competentes» contra los organismos populares. A las primeras les encanta que las peñas pongan colorido y salsa en los festejos, como si de atracciones de feria se tratara. Pero se les revuelve el higadillo cuando las comisiones de fiestas pretenden ser sujetos activos y, más aún, reivindicativos. Para frenar la participación popular, los munícipes recurren a las muchas añagazas de que disponen. Para ahogar las reivindicaciones, utilizan recursos más expeditivos: las múltiples policías acorazadas o, llegado el caso, la Audiencia Nacional.

En esta acometida cuentan los regidores con numerosos aliados. De su parte están casi todos los medios de comunicación que, con afectado disgusto, reiteran la frase que encabeza esta nota. Los belicosos munícipes son también jaleados por las «gentes de bien»; personajes de apariencias comedidas y mentes de inquisidor que intentan ahogar las iniciativas promovidas desde abajo. En tales casos, y a modo de ejemplo, la Pamplona rancia se trasmuta; con gestos histéricos y voces estentóreas gritan hasta la extenuación: «¡San Fermín! ¡San Fermín!». Pobricos. Si en vez de dedicarse a intolerar repasaran su historia, cambiarían de conjuro. Los mandamases siempre han aprovechado las fiestas -y en especial los sanfermines- para estoquear al relajado pueblerío. El astuto obispo de la Iruñea recién conquistada decidió en 1515 que la fiesta de San Fermín se celebrase el 7 de julio. Decisión calculada y artera. Ese mismo día, y mientras los navarros parrandeaban, las Cortes castellanas aprobaron en ausencia de ellos la anexión de Navarra. Durante los sanfermines de 1936, los golpistas ataron los cabos de una sublevación que liquidó a miles de paisanos. El 8 de julio de 1978, la policía española asaltó a sangre y fuego la repleta plaza de toros. Barcina aprovechó los sanfermines de 2001 para engrasar las excavadoras que -arrancando el 15 de julio- barrieron el patrimonio artístico de la Plaza del Castillo y se llevaron por delante veinte siglos de historia. Aunque no era en sanfermines, Juan Cruz Allí había empleado la misma argucia. En 1994, y mientras Iruñea andaba en festejos, dio la orden para que los tractores comenzaran el 2 de diciembre su tarea. Así fue demolido el emblemático Castillo de los Reyes de Navarra.

Las fiestas de este verano han traído bocanadas de aire fresco. Sin hacer caso a los gritos de la derechona, los organismos populares han proyectado una imagen de madurez, apertura y unidad. Con imaginación y cordura, han eludido las provocaciones institucionales y han mantenido su propia dinámica festivo-reivindicativa. Han demostrado que no son arlequines, sino referentes muy arraigados. Amplios sectores populares han comprendido su mensaje y lo han secundado. Hemos asistido a una victoria de la razón sobre la imposición y el despotismo. Puede que este año marque un antes y un después en el empeño institucional por privatizar las fiestas y en la exigencia popular por socializarlas.

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