El padre virgen
«Abel»
Mikel INSAUSTI
Diego Luna es puro cine mexicano, pues tiene tanto de los cineastas actuales como de los clásicos: de Ripstein, de Alcoriza, de Cazals o de Buñuel. De los de antes toma el tono melodramático y realista salpicado de humor costumbrista, y de los de ahora se le pega la fuerza visual a lo Iñárritu para captar paisajes periféricos que combinan caminos embarrados y los alrededores de las vías del tren con los contenedores de carga. Es un mundo hostil e impedido visto a través de los ojos de un niño que no encuentra su sitio, al haber crecido dentro de una familia disfuncional.
El conocido actor debuta tras la cámara con una fábula amarga sobre la infancia perdida, un viaje a los traumas de la niñez que conducen a la locura de por vida. Su original desarrollo recuerda un tanto a otra ópera prima, aquella “Familia” de Fernando León de Aranoa, porque también ilustra el delirio de las relaciones familiares idealizadas pero imposibles de materializar en la convivencia diaria entre personas que no responden a los roles convencionales de padres, hijos y hermanos.
Es de suponer que a estas alturas ya nadie defenderá la conocida bobada que dijo el maniático Hitchcock del peligro que tenía trabajar en el cine con niños y animales, menos aún después de ver la inteligente actuación del estelar Christopher Ruiz-Esparza y la compenetración que alcanza con su hermano pequeño Gerardo. El chaval debe tener unos nueve años de edad, pero en un alarde de precocidad borda la caricatura del niño que imita a los adultos, y que juega con los suyos a ejercer el rol del cabeza de familia sustituyendo al verdadero padre. No le es difícil aparentar una mayor responsabilidad paterna que quien les abandonó, incluso enfrentándose a él cuando regresa al hogar, pese a que ya ha formado uno nuevo al otro lado de la frontera. Abel es una víctima y duele comprobar que su capacidad intelectual no le valga para eludir el psiquiátrico, debido a que emocionalmente está desequilibrado por culpa de los mayores.