Jon Odriozola | Periodista
Xose Humberto Baena
El 27 de septiembre de 1975, agonizando Franco y mudando de piel la serpiente fascista ya unos años antes, gatopardescamente, cambiando algunas facha-das para que todo, en lo fundamental, siguiera igual incubando el huevo que hoy llaman Estado de Derecho y/o democracia, fueron fusilados los patriotas Txiki y Otaegi, pero también los antifascistas -y no menos patriotas- Sánchez Bravo, García Sanz y el gallego Xosé Humberto Baena, militantes del PCE (m-l) y voluntarios del FRAP.
Treinta y cinco años después se le ha homenajeado en el cementerio de Pereiró-Vigo a Humberto Baena. Le acusaron, en consejo de guerra sumarísimo, de haber matado a un policía. No hubo pruebas ni testigos. Ni falta que hacía para un fascismo necesitado de víctimas propiciatorias que sacrificar en el ara de su estudiado travestismo político. Habrá quien diga que aquello fueron las últimas bocanadas, los agónicos estertores, un resuello, del fascismo. Yo no estoy tan seguro de esa mona vestida de seda. Hoy, Baena tendría 60 años y nunca sabremos qué pensaría, aunque es posible adivinarlo. Aún así, no seré yo quién lo imagine. Sólo sé que fue una vida arrebatada a un revolucionario por el fascismo, un fascismo que, en lugar de levantarle una placa, hoy no le fusilaría -no sería estético-, pero al que sí le aplicarían la muy democrática cadena perpetua encubierta que es la «doctrina Parot». Por ejemplo.
Al mal llamado hombre prehistórico se le erizaba la piel cuando se enfrentaba a un peligro cierto o algo desconocido. Es lo que hoy decimos ponerse la «carne de gallina». Aquellos homínidos la sentían pero no la veían -su propia piel de gallina- de lo velludos que eran. Nosotros, ya sin apenas capilaridad, la vemos, y, sobre todo, la asociamos a la emoción, a emociones fuertes además, insospechadas, asombrosas (así empezó la filosofía griega). Un rosicler, que es fenómeno natural, te puede poner la «carne de gallina». O un cuadro de Turner que te transporta. No hace falta ser poeta, basta la sensibilidad. Ésa que dicen tenían los jerarcas nazis oyendo óperas de Wagner mientras arrasaban pueblos. También a mí me gustan. ¿Significa eso que yo soy un nazi porque tenemos la misma sensibilidad? ¿Cuál es la diferencia? Porque es claro que alguna tiene que haber. Picasso, que era comunista, gustaba de la obra de El Greco, que era un pintor contrarreformista, pero ello por su técnica. La diferencia, en estos semovientes terrenos emocionantes y emocionales es, como no puede ser de otra manera en la ríspida lucha de clases, la ideología y la filosofía política.
Leer la carta de despedida de Baena a sus padres la víspera de que lo fusilaran pone la carne de gallina, no a cualquiera, sino sólo, que son los más, a quienes se les humedecen los ojos leyendo unas escuetas líneas de emotivo adiós de un obrero que ruega que no le lloren, que recojan su antorcha. De acuerdo, no lloraremos, pero nos seguiremos emocionando con aquellos que, por luchar por el derecho a la vida digna, al derecho de vivirla, dan la suya propia. Algo que no está al alcance de la «sensibilidad» de los vampiros del pueblo.