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El espíritu del corredor de fondo

CARLOS GARAIKOETXEA

Navarro, fue el primer lehendakari de la CAV tras la dictadura. Aquella división territorial es, precisamente, la espina que le queda de los tiempos difíciles en que bregó y de los que no reniega. Las discrepancias políticas acabaron con sus años de militancia en el PNV, pero alumbró y fundó EA. Dejó la política activa hace una década; sin embargo, sigue siendo una referencia en su partido y más allá. Cree que es hora de la unidad abertzale. Y de un nuevo paso hacia la soberanía.

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¿Siente nostalgia de la política activa?

Nostalgia no, pero a veces sí impulso de salir al ruedo cuando leo u oigo ciertas cosas. Pero, ciertamente, soy un convencido de que, tras más de un cuarto de siglo seguido en puestos de responsabilidad política o de cualquier índole, es saludable no continuar.

¿Cómo se ve la política desde la barrera? ¿Cambia mucho la percepción?

No sustancialmente. Quizás se sufre más que estando dentro porque a veces se hace realmente difícil contenerse ante determinada declaración o falacia que uno escucha o ve en los medios, mientras que cuando uno está en activo puede desfogarse con una respuesta o con una puntualización de justicia.

De 1977 a 2000 tiene usted una de las carreras políticas en primera fila más largas e intensas de este país. ¿Cuáles fueron los momentos más difíciles y los más gratificantes?

Es difícil elegir en un periodo tan largo. Entre los malos, ver a la gente sufriendo cuando había muerto un familiar -del lado que fuera-, porque cualquier persona que deja un hijo, una viuda... es la desolación. Es algo que no se puede comparar con ninguna frustración o con un disgusto de carácter meramente político.

En cuanto a los momentos gratificantes, sería ingrato, después de haber tenido ese honor, no citar el juramento como lehendakari en Gernika. Pero, sobre todo, para mí ha sido muy gratificante el cariño de mucha gente, sobre todo de gente mayor que había vivido los rigores de la dictadura, que había tenido sus ikurriñas escondidas en casa, que encontraba un nuevo horizonte de esperanza y personalizaron un poco en quienes estábamos en ese momento liderando aquel cambio.

¿Cómo llegó usted a la militancia nacionalista? ¿Procedía de una familia abertzale?

Fuimos siete hermanos -uno falleció- y todos somos abertzales. Curiosamente, no se nos inoculó una militancia política concreta; mi familia era la típica de Navarra de un tradicionalismo de contenido fundamentalmente religioso, rural -mi madre procedía de Sorauren y mi padre, de Iribas-. Mi padre era un hombre de profundas convicciones cristianas, heredadas del tradicionalismo típico de los ámbitos rurales del viejo carlismo. Mi madre no sabía euskara y por eso no pudimos aprenderlo. Luego, casi todos lo aprendimos como euskaldunberris. Pero aunque no se nos transmitió una militancia concreta, recuerdo a mi madre y a mi abuela cantando canciones de Iparragirre, que todavía resuenan en mis oídos. Eso fue para nosotros más que un adoctrinamiento político porque -no es casualidad- todos acabamos siendo abertzales.

Volviendo a la experiencia política, ¿ha habido en todo ese periplo algún camino que desearía no haber tomado?

Como en tantos órdenes de la vida, si hubiéramos sabido hace cuarenta años lo que sabemos hoy, claro que habría hecho alguna cosa... Tal vez habríamos tenido más cintura para afrontar determinadas situaciones. Pero, básicamente, no me arrepiento de nada de lo que he hecho.

Hoy estamos afrontando una etapa política nueva, pero es que el año 2010 no tiene nada que ver con el año 1977. El hecho de que yo esté apoyando esta nueva etapa no me hace en absoluto renegar del camino emprendido en 1979, porque entonces este país estaba en unas circunstancias dramáticas, estaba en una crisis terrorífica en el ámbito económico, industrial, cultural, lingüístico, y se necesitaban unos instrumentos urgentes de autogobierno para apuntalar un edificio que hacía ruinas materialmente.

Siempre he tenido claros los objetivos estratégicos: cuando se formó Eusko Alkartasuna [en en el año 1986], el artículo primero decía: autodeterminación para formar un estado vasco y vías políticas y derechos humanos, por decirlo en tres palabras. Hoy sigo pensando igual, me siento consecuente con lo que hicimos entonces. Sin embargo, estamos en una etapa histórica, enfilando nuevas metas, diferentes discursos, pero debemos entendernos todos, unos a otros, que diferentes momentos en la historia de un pueblo exigen ciabogas y giros políticos en todos. Por ejemplo, recuerdo los años ochenta, cuando todo el mundo decía -incluidos los partidos españoles- que Herri Batasuna viniera a las instituciones y dijera en el Parlamento lo que tenía que decir, mientras que HB en aquel momento consideraba que no debía ir. Y, paradojas de la vida, en este momento sucede exactamente lo contrario.

¿Guarda alguna espina clavada de aquella época?

Evidentemente, el mayor disgusto político que he tenido fue la traición del Partido Socialista en Navarra. Yo había recorrido Navarra con ellos, con nuestras ikurriñas, dando mítines por la Ribera, con gentes que secundaban entusiastas el mensaje de un Partido Socialista comprometido con la unidad territorial de Euskadi Sur en el nuevo proyecto político del Estatuto, y que incluso había sugerido que aquel acuerdo de Frente Autonómico se hiciera, simbólicamente, en Pamplona. Pues aquellos nos dejaron en la estacada después.

Y ¡ojo!, ésa fue la aproximación más realista que ha habido en este país para logar la unidad territorial de Euskadi Sur, porque en aquel momento, sencillamente, la derecha ganó por los pelos por la Ley D'Hondt cuando había para Navarra la opción -como figura en el Estatuto Vasco- de compartir ese proyecto político igual que Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, algo que no tenía el Estatuto del 36. Y tuvimos más votos los partidarios, pero la Ley D'Hondt lo estropeó. Y para ser justo, a todo el mundo hay que decirle algo: no se presentaron a las elecciones entonces los antecesores de Herri Batasuna, y aquellos votos pudieron ser decisivos.

Yo habría dado mucho de cualquier otro aspecto del autogobierno por esa unidad territorial, que para mí es fundamental. Lo que pasa es que no ganamos las elecciones. Y esa es la realidad. Luego se ha dicho que fueron imposiciones o que no lo defendimos... No, al contrario, fue la batalla más dura de aquellos años y las negociaciones más duraderas y más a fondo que jamás he tenido que mantener yo en mi vida.

Siempre ha defendido el «pulso fino» en la política. ¿Se trata de una suerte de pragmatismo? ¿Qué frutos le ha ayudado a conseguir?

Sí, el pulso fino pero también el guante de seda con mano de hierro, que son dos cosas emparentadas... Yo creo que en política son muy importantes las formas. Tener un interlocutor, por muy antagónico que sea en sus planteamientos, y hablarle de una manera u otra y viceversa es trascendental para poder afrontar un problema y resolverlo. Y también ponerse en su lugar para entender qué le da las convicciones a ese interlocutor. Pero el pulso fino también significa que para hacer política real -no política ficción- tienes que saber medir muy bien hasta dónde se puede tirar del sedal para que no se rompa y se vaya todo al traste.

Y realmente los años de esa llamada Transición fueron para pulso fino porque es evidente que el riesgo de una involución estaba ahí, y que se produjo, incluso, con golpe de estado incluido. En ese momento había que tener pulso fino para hacer política real y no sólo política de proclamaciones y de objetivos estratégicos, que eso es fácil; lo difícil es decir cómo se llega a un objetivo estratégico.

Sus memorias políticas se titulan «Euskadi, la transición inacabada» (2002). ¿Ha llegado a culminar alguna vez la llamada Transición española en Euskal Herria?

Una cosa es que España y su transición democrática han tenido un recorrido determinado, más o menos homologable a otras democracias a nivel mundial o europeo, y otra cosa diferente es que esta pequeña nación inserta en el Estado español no ha tenido la respuesta específica a sus aspiraciones. De manera que es, ante todo, una transición inacabada para nosotros, para Euskal Herria. Inacabada por varias razones: primero porque dimos respuesta en aquellos momentos a unas demandas de autogobierno que servían para ir edificando el país durante un periodo histórico bastante relevante, pero fue degradado y devaluado unilateralmente por el Estado. Es decir, no era una respuesta definitiva a los objetivos estratégicos de los que pensamos en la autodeterminación para un Estado vasco, pero era un recorrido interesante que permitía ir poniendo no sólo los cimientos sino buena parte del edificio del país. Eso se vio disminuido en sus potencialidades por un juego desleal y unilateral por parte del Estado, de manera que la Transición es inacabada. El único instrumento de autodefensa que tenemos es el derecho de autodeterminación, de manera que si hemos llegado a unos compromisos y usted no los cumple, yo apelo al derecho de autodeterminación para irme por otro camino.

En una entrevista de televisión en 1979, tras la firma del acuerdo sobre el Estatuto de Gernika en Madrid, usted calificaba el Estatuto como «un grado razonable de autogobierno válido para el momento histórico presente del País Vasco». ¿Sigue vigente esa validez en este momento histórico?

Esto es consecuente con lo que he dicho antes. Eso significaba que, más o menos, aquello era un remedio como cuando alguien está en una situación casi exánime. En este momento, sin renegar de esos pasos que para mí fueron necesarios y los únicos posibles, entendemos que [el Estatuto] está más o menos agotado.

Ahora están hablando el PNV y el PSOE de crear dos comisiones para el desarrollo de una serie de competencias más o menos significativas, mientras otras mucho más importantes -por ejemplo la Seguridad Social, etc.- quedan al margen. Después de lo que ha demostrado el Estado durante estos treinta años, eso es anacrónico. Por otra parte, las circunstancias políticas actuales son diferentes. Con responsabilidad política, uno puede mirar a Europa, a nuestro entorno, y pensar que hoy sería inconcebible que se permitiera una asonada militar, por ejemplo, y que nos sumieran durante otros veinte o treinta años en la noche negra de la dictadura, de manera que eso también es un elemento que, haciendo política real y sin cinismo, con realismo político, nos puede inducir a afrontar otra etapa con decisión.

Entonces, ¿es necesario emprender una auténtica transición a un nuevo marco democrático que contemple la unidad territorial y la capacidad de decidir de la sociedad vasca?

Sí, por supuesto. Yo siempre he mirado al futuro con entusiasmo, también en aquellos tiempos todavía muy difíciles. Euskadi no es menos nación que Montenegro o que las Islas Feroe, y no somos menos pueblo que Eslovenia o que tantos otros lugares que se han emancipado como estados. ¿Por qué no vamos a tener esa esperanza y esa ilusión? ¿Por qué nuestros amigos del Partido Nacional Escocés dicen con naturalidad que si ganan y son mayoría van a ser un estado? Yo hace años les preguntaba si les mandarían entonces los tanques desde Londres y no lo concebían porque allá hay una solera democrática. Aquí, en cambio, nos engañan con transversalidades y cosas por el estilo, como las de Navarra o la CAV, en las que la derecha y la izquierda españolas que están a la greña se unen para que no haya la transversalidad que no les interesa a ellos.

En definitiva, yo creo que hay que resolver lo que ha sido el drama histórico de este pueblo, las divisiones entre gente patriota, y conformar unas mayorías democráticas claras por vías irreprochablemente democráticas, que no permitan la manipulación del concepto de violencia y cosas por el estilo a lo largo y ancho del mundo y en Europa en particular, y demostrar que el problema de fondo aquí no es la violencia -porque la violencia aquí se ha terminado- sino si el Estado español y francés son capaces de aceptar democráticamente la decisión mayoritaria de este pueblo. Ése es el desafío de este momento.

¿Cree que en España existen hombres de Estado o de talla política para afrontar de una vez por todas la resolución democrática del conflicto vasco?

Desgraciadamente, yo no lo veo. A lo mejor hay alguna mujer de Estado... A Zapatero no le veo en condición de hincarle el diente a un asunto de ese calado; le veo muy endeble y con actitudes tan cambiantes en todos los órdenes -no sólo en lo concerniente a la cuestión vasca- que difícilmente le imagino afrontando, por ejemplo, la cuestión del principio democrático de respeto a la voluntad mayoritaria de un pueblo, que es el principio democrático que tantas veces invocamos. Pero ojalá surja alguien porque, realmente, esas cuestiones exigen un hombre o una mujer de Estado.

¿Y en Euskal Herria existen personas de esa altura política?

Yo creo que los hombres o las mujeres de Estado se forjan también con la experiencia y ésta nos enseña mucho a todos. Sin personalizar de manera concreta, creo que los dirigentes políticos -por ejemplo, en este momento- en el mundo abertzale han aprendido mucho de sus experiencias y están siendo capaces -creo que con sinceridad- de afrontar un cambio histórico. Y los cambios históricos son los que requieren esa capacidad que ha dado en llamarse hombre o mujer de Estado. O sea que, con un juicio un poco genérico, sí creo que puede estar existiendo la clarividencia tan necesaria de ver más allá de los problemas inmediatos para pensar en el porvenir de este país, que es muy complicado. Ser hombre de Estado en un país sin Estado y sin mecanismos de autodefensa propios de un Estado es mucho más complicado que serlo en un Estado que lo tiene todo...

Es precisamente en las situaciones críticas donde más patentes se hacen los talentos...

Hay que tener oportunidades también para que el mundo le reconozca a alguien esas cualidades, porque si se nada a contracorriente en todos los órdenes de la vida... Por ejemplo, ser nacionalista en Navarra no es precisamente una gran oportunidad para tener el reconocimiento universal [sonrisas]...

«Ser o no ser, he ahí la cuestión». ¿El PNV es el príncipe Hamlet de la política vasca? ¿Podría encontrarse en su auténtica encrucijada histórica?

Yo quiero hablar siempre con mucho respeto del PNV por todo lo que ha representado en la historia, porque un partido es su historia completa. A pesar de los episodios de desacuerdo más o menos recientes que pueda tener, sobre todo con alguno de sus líderes -aunque haya podido ser el más nefasto de la historia política de este país-, el PNV tiene todo mi respeto, juega un papel muy importante en este país porque administra muchos votos y en sus manos está que este país no esté en otras.

El PNV tiene una visión muy pragmática de la política, y el pragmatismo, como todas las cosas llevadas a su extremo, puede ser peligroso. Y yo creo que el PNV tiene excesos de pragmatismo. Por ejemplo, creo que en este momento puede estar cayendo en la trampa de esa transversalidad famosa con el señor [Ramón] Jáuregui, que es un especialista en la materia.

El PNV ha rehusado además secundar el llamado polo soberanista diciendo algo que no es cierto: que no se quiere contar con ellos. Yo afirmo rotundamente que si en este país queremos exhibir ante el mundo y ante el Estado español y francés una mayoría clara que demanda democráticamente no sólo su autogobierno en sentido genérico sino la autodeterminación para decidir su futuro político, el PNV es una pieza indispensable hoy por hoy.

Y cometeríamos un error si no fuera así, aunque estemos en desacuerdo con su trayectoria concreta, con sus manifestaciones en torno a la cuestión del polo y aunque haya una legítima pretensión dentro del mundo abertzale de desplegar políticas más escoradas ideológicamente hacia la izquierda. Pero hay unos objetivos de país, de ese hombre o mujer de Estado, que habría que compartir.

¿Existe miedo en España a que este nuevo ciclo y unas nuevas mayorías sociales desemboquen en la autodeterminación o, incluso, en la independencia de Euskal Herria?

Sí, absolutamente. Creo que es muy importante que ETA entienda que al Estado español le preocupa muchísimo más la evidencia de esa mayoría clara, inequívoca, que testimonie ante el mundo que nos rodea que aquí hay una demanda legítima, democrática, no teñida de asuntos como la violencia, que además es un objeto de manipulación que nos ha hecho estragos en lugares como Navarra, por ejemplo.

De manera que, sin complejos, hay que abordar este tipo de cosas diciéndolas claramente y pensando que hay un mundo civilizado que nos rodea, con solera democrática, y que es mucho más preocupante para el Estado español que esa mayoría -que no pueda ser motejada de violenta o de terrorista ni de nada de eso- se testimonie.

¿Cómo imagina la Euskal Herria del futuro?

La quiero imaginar como la deseo, y me gustaría que fuera un país abierto al mundo, a todas las culturas, pero que mantenga sus señas de identidad. Es uno de los países más viejos de Europa, pero sin poder político y un Estado propio -con los conceptos de Estado en los términos constitucionales propios del siglo XXI- no puede sobrevivir como tal. Yo lo concibo con ese poder político y con unas relaciones normalizadas, como las de España con Argentina o con otros países que incluso la llamaban «madre patria»...

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