Fernando de Amárica, el paisajista que logró captar la luz
Fernando de Amárica (Gasteiz, 1866-1956) se sintió atraído por varias corrientes artísticas, sin embargo encontró en la naturaleza todo lo necesario para crear, convirtiéndose en uno de los paisajistas vascos más importantes. La sala Kutxa Boulevard le dedica una exposición.
O. LARRETXEA | DONOSTIA
Artista incansable y autodidacta, Fernando de Amárica dejó de lado el Derecho, estudios que había cursado, para dedicarse de lleno a su gran vocación: la pintura. Nacido en el seno de una familia acomodada, su holgada situación económica le permitía pintar lo que sentía, pues no tenía la necesidad de vender sus trabajos para poder sobrevivir. Sus sentimientos y emociones le llevaron a plasmar la naturaleza: el agua, el cielo y los árboles impregnaban sus lienzos. Sus finos pinceles también se interesaron por las calles de Gasteiz, uno de sus lugares preferidos para plasmar las diferentes luces del día y ver cómo cambiaba la ciudad.
Compuesta por 63 obras y, dividida en tres salas, la sala Kutxa Boulevard de Donostia le dedica al artista vasco su exposición de otoño, una muestra antológica que estará abierta desde hoy hasta el próximo 8 de diciembre. Según explicó Iñaki Moreno, comisario de la muestra, De Amárica vivió el tránsito del siglo XIX hacia el XX, extremo que le facilitó ser testigo de diferentes corrientes artísticas. Junto al artista Ignacio Díaz de Olano (1860-1937, Gasteiz), en 1895 viajó hasta Roma -sede del academicismo- que en aquel entonces se disputaba con París el liderazgo en la formación de los pintores. «A sus 23 años, cuando decide dedicarse a la pintura, viaja a París para conocer la pintura de color porque unos años antes, en Madrid, conoció a Sorolla y le puso en contacto con el cromatismo», explicó Moreno.
«Captar la luz»
En 1900, De Amárica descubrió las pinturas de Monet y Sisley «trabajos que le impresionaron», pasando del clasicismo al cromatismo. Sin embargo, Moreno considera que al artista vasco no se le puede encuadrar en la corriente impresionista ni en ninguna otra tendencia. Lo describió como «autodidacta», amante del color, que reflejaba en sus cuadros «lo que su corazón y sentidos le dictaban».
Después de las dos exposiciones que realizó en Bruselas y Berlín -donde, por cierto, no le devolvieron tres cuadros, hecho que le empujó a no querer prestar más sus obras-, se recluyó «mentalmente» en su casa de la capital alavesa, donde comenzó a trabajar el paisajismo naturalista; es decir, «lo que verdaderamente sentía». «A través de esta corriente fue evolucionando -señaló el comisario de la muestra-, donde predominaron las aguas, los cielos, la naturaleza y la luz». Lo que los impresionistas llamaban «el instante». De Amárica fue capaz de entender las diferentes luces «llegando a ver más allá».
Asimismo, Moreno alabó su «extraordinaria capacidad para acoplarse a las nuevas corrientes artísticas, como muestra de su importante capacidad intelectual y artística». Tanto fue así, que a sus más de 80 años siguió pintando esa luz que él veía, con la ayuda de viejo caballete de madera que se resistió a abandonar.
Fernando de Amárica llamaba cariñosamente a sus cuadros sus «hijos». «Mas este cariño, quizá senil, como veo a mis hijos, casi mejor nietos artísticos, se acrecienta con los años», llegó a confesar el pintor. De ahí su gran proyecto. Toda su obra, toda su vida reflejada en ella, todos sus cuadros los guardó durante años para constituir más adelante una fundación con el cometido de que expusiera los cuadros y los cuidara «como expresión perenne de su amor a su pueblo».
Con la edad perdió facultades físicas y la obsesión por la muerte y el temor le invadieron. Fue en esa época cuando su pintura mostraba lo consciente que era de su propia muerte. Una última etapa artística en la que se liberó de una manera extraordinaria. O.L.