GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Antonio Alvarez-Solís Periodista

Cuatro ideas sobre terrorismo

Con didáctica claridad, Alvarez-Solís lleva a la conclusión de que al hablar de terrorismo nos encontramos ante un asunto de estética moral, no de ética, y lo define como «toda acción violenta por parte de los desclasados, ya sean estados o grupos humanos, ejercida de modo perturbador para lo establecido, ya sean instituciones, negocios o sistemas sociales».

Frente a la noble oferta de paz por parte del abertzalismo radical -¿por qué no llamarle radical, si es extensión de «raíz»?-, Madrid insiste en su negativa a dar paso electoral a quienes tienen su marco ideológico en Batasuna y sus proximidades. Pero ¿por qué empeñarse desde Madrid en exigir renuncias a ETA cuando de lo que se habla es de otra cosa, concretamente de la libertad de expresión y del derecho político a la libertad? Lo de ETA ha de discutirlo Madrid con ETA y no vale, repitamos por centésima vez, cuestionar los derechos del abertzalismo de izquierda en nombre de una guerra que Batasuna y sus aledaños no libran en modo alguno, como han demostrado las pruebas practicadas, a no ser que se considere prueba una inducción ideal hecha por la Guardia Civil o la Policía del Estado, como es la referida a la identidad de Batasuna con ETA basada en solicitar la independencia ¿Acaso no son independentistas EA u otras formaciones a las que, aunque reticentemente, se les otorga legalidad? ¿Puede decirse que quienes miran con fervor esa independencia que abriría la puerta a otras formas políticas sustitutivas del policíaco estatalismo actual son terroristas con el sentido que el institucionalismo actual da al terrorismo?

Madrid sigue aferrado a un pétreo imperialismo cuya mayor ironía consiste en que ya es imposible e impensable. Penas de amor perdidas que el jefe del Gobierno español, Sr. Rubalcaba -otra cosa es la presidencia del Gobierno, que personaliza el Sr. Zapatero-, no acaba de asumir con la solemnidad que el asunto requiere. El problema para La Moncloa estriba en que el abertzalismo de izquierda supone una fuerza considerable y puede ya concitar una adhesión ciudadana nutrida y entusiasta con el consiguiente desalojo de una política obsoleta. Lo que Madrid detesta es precisamente esa fuerza que dejaría a España sin una quinta parte de su territorio si consideramos la suma de Galicia, Catalunya y Euskal Herria. Sin esa quinta parte de territorio y población, ¿podría ser Madrid, como se afirma, el pretendido motor económico de España? ¿Motor económico...? Madrid sabe que esa calidad de motor económico se debe únicamente a radicar en la Villa y Corte la tributación de las grandes empresas y de las firmas financieras, al estilo del viejo colonialismo. Madrid no produce más que subsecretarios. Pero ya que facialmente es el terrorismo el gran argumento represivo de Madrid para coartar la libertad y la democracia en la nación euskaldun, hablemos algo de terrorismo. Y hagámoslo con el trato que merece una gran y contaminada cuestión.

Hay en la consideración del terrorismo una postura evidente de clase en las instituciones y elementos sociales que lo combaten, al menos en su vertiente ideológica, cuando no material. Es la violencia que genera la otra violencia. Hablo en general, porque el mundo está inmerso en esta polifacética guerra que a mi juicio conforma la tercera guerra mundial. El perfil de clase de la represión antiterrorista persigue alinear con lo «políticamente correcto» a una masa de población que está subyugada por los distintivos e insignias que lucen las fuerzas «de orden» que actúan bélicamente contra las expresiones terroristas. Se añade a esas banderas y fachadas «correctas» una dogmática ideológica que predica del poder una superioridad moral de la que el mundo presente no se beneficia en modo alguno en lo que se refiere a la igualdad, a la hermandad y a la fraternidad. Si la Revolución Francesa no hubiera asumido y proclamado solemnemente esos principios morales, hoy se estudiaría como una simple algarada terrorista. Pero la Revolución Francesa, que se hizo en la calle por el proletariado, se apresuró a izar la seria bandera de la burguesía con la que preservar una institucionalidad que aniquiló no pocas conquistas de la ciudadanía de tercer grado. Y eso la ha convertido en un modelo histórico tras el que aún se parapeta el modelo social presente. Es más, las instituciones que brotaron de la Revolución Francesa se apresuraron pronto a reprimir como «canalla» criminal a las masas que tomaron la Bastilla. La clase aristocrática feudal pereció a manos de una nueva clase donde la aristocracia pasó de las lises a la bandera tricolor abriendo paso a una nueva libertad ahormada por los intereses correspondientes, que no eran los populares del alzamiento.

La dificultad para fijar con exactitud el concepto de terrorismo -dificultad que impide una postura común entre los dirigentes del modelo social- proviene precisamente de que parte de ese llamado terrorismo lo ejercen estados con bandera reconocida, instituciones formalmente admitidas e intereses de los que participa la clase dominante de la sociedad dirigente. Frente a esta realidad, las grandes potencias han tenido que relegar el concepto de terrorismo a grupos institucionalmente informales o a inventar estados terroristas, lo que acaba de embarullar mortalmente la concepción del terrorismo.

Todos estos signos externos de formalidad, sostenidos por dogmas que tienen su iglesia en los parlamentos llamados democráticos, en la prensa tenida por libre y en las actitudes solemnes de los estados «correctos» subyugan la mentalidad castrada de grandes masas ciudadanas que por residir en el aún primer mundo se creen amenazadas por pueblos formados por razas y clases inferiores. Y así, el ignorante prefabricado de ese primer mundo califica de terrorismo a lo que combaten sus abanderados estados, dueños de todo lo registrado como correcto y sostenible. Si se procede a profundizar en el análisis de esta más que evidente realidad, se llega a la conclusión sencilla y desalentadora de que terrorismo es toda acción violenta por parte de los desclasados, ya sean estados o grupos humanos, ejercida de modo perturbador para lo establecido, ya sean instituciones, negocios o sistemas sociales. Estamos, pues, ante un problema de estética moral, que no de ética.

Sucede, sin embargo, que ya sea el terrorismo una forma de guerra espontánea, con múltiples manifestaciones, o una forma de coacción legal, como se atribuye a la violencia de los estados y clases dominantes, ambas manifestaciones hacen correr una sangre en buena parte inocente, llámense asesinados a los individuos que han sufrido el daño o víctimas colaterales, según quién haya sido el matador.

¿Y qué hacer ante realidad tan confusa y manipulada? Ante todo, proponer la paz y la igualdad para todos, la democracia y la libertad para todos. Una mesa en que todos coman lo mismo, beban idéntico vino y propongan la misma identidad para los comensales. Más aún, aceptar la buena voluntad de principio en quienes reclaman una y otra cosa enfrentadas, dejando la resolución del futuro a la mayoría ciudadana ya desintoxicada por los distintos poderes. ¿Utopía? El término de utopía ha sido también manejado bajo el imperio de clase. Hay tanta utopía en quien propone un cambio revolucionario como en quien se aferra a una continuidad reaccionaria. La única diferencia entre ambas utopías, aceptadas como realizables, es que quienes proponen la revolución son marcados con un sello criminal, mientras los que proponen una continuidad, aunque sea con remiendos perniciosos, exhiben la bandera de la legalidad, tantas veces obscena. Ambos protagonistas parten de planos muy diferentes de altura en la aceptación de ciudadanías cegadas ya para la luz. Lograr que unos y otros se acepten como protagonistas en el seno de una libertad limpia es tarea de los grandes gobernantes ¿Los hay? Ahí empieza la parte más grave de la cuestión.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo