Antonio Alvarez-Solís Periodista
El valor de las vacaciones
Cuatro días de vacaciones frustrados han provocado la ira contra los controladores aéreos y el aplauso al Gobierno español por su reacción militarizada contra la protesta de éstos. Alvarez-Solís, con cierta sensación de vergüenza, plantea varias cuestiones como ésta: «¿Por qué [el Gobierno] usa la máxima energía para fingir una decidida protección ciudadana cuando nunca protege necesidades elementales?».
Con una ciudadanía así no se va a ninguna parte salvo a disfrutar de unas vacaciones. Se siente una especie de vergüenza profunda cuando se leen muchos de los comentarios anónimos -el medroso anonimato español- que los lectores han hecho en la prensa ante la huelga de los controladores. Los controladores han sido objeto de descalificaciones irrepetibles. Y toda esa espesa e ignara masa de literatura moralmente pornográfica -porque proceder a tales groseras descalificaciones e incluso incitaciones a la represión armada sin identificar la voz en un marco tenido por democrático es algo demoledor- no constituye el serio juicio político que se espera sobre una determinada postura laboral, sino que simplemente exonera el dolor simple por unas vacaciones perdidas. Como decía un personaje de Eduardo Marquina, «En Flandes se ha puesto el sol»: «España y yo somos así, señora».
Dicen los controladores que el ministro de Fomento, ese sacristán de parroquia gallega, falseó el acuerdo conseguido anteriormente con ellos acerca de su compromiso laboral. Los controladores pactaron en huelga anterior un horario determinado para su trabajo y el Sr. Blanco amplió las horas acordadas con unas horas más mediante el subterfugio de que estas últimas horas no eran de trabajo aeronáutico. Yo no sé si los controladores tienen toda la razón, parte de la razón o no tienen razón alguna para el plante que ha irritado a los aspirantes a disfrutar del llamado Puente de la Constitución, pero lo que parece evidente es que un Gobierno que procede a la militarización de un colectivo laboral y permite que la Guardia Civil irrumpa pistola en mano en un ámbito de descanso de estos trabajadores, como sucedió en el aeropuerto de Son San Juan, según manifestó un dirigente sindical, no es un Gobierno imbuido de la serena seguridad que ha de tener un Estado. Por cierto, el ministro Rubalcaba niega ahora este episodio con una frase que los españoles han de leer irónicamente: «¿Alguien imagina que entra un guardia civil con una pistola?». Señor ministro... ¿Y a ese Gobierno apoyan ahora, con ferocidad ardorosa, muchos ciudadanos que quedaron sin sus cuatro días de «puente»? ¿Dónde estaba el furor de esos ciudadanos cuando el Sr. Zapatero -o su nueva personalización, que es el Sr. Rubalcaba- anunció que se suprimían los famosos 460 euros de ayuda a los parados de larga duración? 1.900.000 ciudadanos han quedado sin ingreso alguno en su marco familiar. Y apenas se ha escuchado algún ruido popular en socorro suyo, salvo unos lamentos de catequesis de barriada ¿Tiene una ciudadanía que administra de tal forma sus comportamientos posibilidad de un futuro mejor?
Pensémoslo seriamente. El Estado español está deshecho y las únicas voces que se alzan frente al cataclismo son las de unos viajeros frustrados por un puente irrealizable. No por nada trascendental. Unas voces que aplauden a las fuerzas armadas a las que se ha mantenido en la línea franquista para halago de las potencias imperialistas, sobre todo para que, con su torcido empleo en países agredidos, Washington pueda exhibir adhesiones vergonzosas a sus rentables actividades bélicas.
Pero, a todo esto, ¿dónde estuvo resguardado el presidente del Gobierno durante las tensas horas en que se decidía la militarización de la presunta democracia española? Solamente ha hablado en todos los terrenos y direcciones el Sr. Rubalcaba, el hombre que ha mariposeado sobre tantas violencias ideológicas y materiales. ¿Tenemos ya nuevo presidente? ¿Dónde ha estado el Sr. Zapatero? En la gran reunión latinoamericana ha intervenido el rey como si fuera un ministro más; en la huelga de controladores ha actuado el ministro del Interior -el ministro de las dos grandes y poderosas policías que constituyen sus argumentos- como si fuera el real presidente. Confusión de confusiones. Y a este Gobierno tan desvencijado aplauden ahora una serie de ciudadanos ante la triste incomodidad de cuatro días de vacaciones frustradas. Además ¿qué Gobierno tiene España que no se entera de nada hasta que las cosas suceden? ¿Y por qué usa la máxima energía para fingir una decidida protección ciudadana cuando nunca protege necesidades elementales? El Gobierno no usa de su poder, desmedido como ahora, en cien asuntos dramáticos, tanto exteriores como interiores. El estado de alarma también podría aplicarse en la cuestión económica y social, que está siendo invadida por la fuerza salvaje de los poderosos.
Muchos de los que desde el anonimato han pedido la cabeza de los controladores, incluso con su aplauso ante la posible actuación de los tribunales militares, hablan con un rencor muy significativo de los sueldos que cobran los controladores. Parece evidente que los controladores constituyen un estamento privilegiado. Pero ¿quién les dio esos privilegios? Mas lo que refleja la entraña del lamento callejero sobre la solidez salarial de los controladores no es que sea una queja acerca de una situación injusta sino una protesta limitada al fracaso de cuatro días de vacaciones. Ahí ha ido a parar la destrucción del pensamiento colectivo que hoy termina en una batalla por fruiciones personales tan menguadas como unos días de expansión. Escuché al director de una cadena radiofónica significativamente católica, durante una comida de confraternización, relatar a un grupo de becarias la cantidad de cabezas sobre las que hubo de escalar a fin de lograr su jerarquía. Y las invitaba a esta batalla en nombre de la sana competitividad. Su argumentación, tantas veces sostenida, empujaba a construir una miserable escalera con los caídos en la guerra por la supervivencia. Formados en esa ideología no sorprende que los imbuídos por tal espíritu lleguen a solicitar la Guardia Civil con toda su histórica rudeza para reprimir una huelga, quizá gestionada inadecuadamente, pero resuelta con los eternos métodos policiales españoles, dirigidos fundamentalmente a la protección de las cumbres. La justicia distributiva, la de dar a cada uno lo suyo, ya no funciona en el pueblo español, solamente conmovido por el fracaso de cuatro días de vacaciones. «España y yo somos así, señora».
En toda esta sonora zaragata hay algo que sobresale con un perfil miserable: el lenguaje empleado desde el Gobierno para enjuiciar el proceder de los controladores, sobre el que los gobernantes y sus aspirantes a sucesión habían de tener información previa suficiente. El ministro del Interior se ha distinguido por hablar de chantaje y el secretario de Estado Sr. Zarrías de secuestro de la ciudadanía. Creo que ambas expresiones sumergen la actuación ministerial en el desdoro. Unos responsables ministeriales han de manejar términos más razonables y pacificadores. En primer término porque no se gobierna enfrentando violentamente a unos ciudadanos con otros mediante el uso de términos propios de relajo dominguero. En segundo lugar porque hay que saber si el carácter súbito e irritado de la huelga no responde a unas actuaciones institucionales donde se han falsificado varias cosas. Yo supongo siempre que los huelguistas no se ponen en riesgo de una huelga dura sin tener su espíritu encendido por algún agravio profundo que cobra grados cuando la represión llega al desafío de la fuerza armada.
En medio mundo tenido por avanzado, el poder empieza a ser un horno de fundición de garantías y derechos que crea situaciones evidentemente remediables con una prudente gobernación. Pero la Roma de las águilas y el derecho ya no funcionan; son otros pájaros y otros estandartes los que encabezan estos tristes y disparatados procederes. El gran hombre occidental es un recuerdo.